1er capítulo de “La memoria de las sombras” de Sergio Pereira

1er CAPÍTULO DE La memoria de las sombras de Sergio Pereira

Maszewo, enero

Hacía horas que había amanecido. Sin embargo, el cielo, de un gris plomizo, apenas dejaba pasar una leve luminosidad blanquecina y engañosa. Un manto blanco había cubierto campos y caminos durante los días anteriores, pero aquella mañana caía una lluvia de gruesas y pesadas gotas de agua fría, convirtiendo la nieve en una sopa barrosa y sucia.

Los dos pelotones del Ejército Rojo avanzaban con cautela, en silencio. Tan solo se escuchaba el traqueteo del tanque que los acompañaba y el tintineo de las gotas de lluvia al chocar contra la carrocería y los cascos de los soldados. Las botas se les hundían en el barro al atravesar aquel paisaje desolado, carente de cualquier señal de vida. Los enormes cráteres, aún humeantes, delataban el intenso bombardeo de la noche pasada, y el bosque de coníferas que se extendía por el margen izquierdo se encontraba arrasado por el fuego.

Cuando la silueta de la prisión alemana se recortó en la cortina de agua, el sargento al mando tuvo que hacer efusivas señas con la mano para que se siguiera avanzando. Los soldados que iban a pie aguzaron sus sentidos. Todos habían oído hablar sobre cómo hacía escasos días, cinco de sus camaradas de la compañía Nadezhda habían caído abatidos al adentrarse en el cercano campo de concentración de Potulice, con la intención de auxiliar a los prisioneros que todavía podían quedar con vida. Al parecer, pese a que todos los soldados alemanes habían huido del campo, un ofi cial malherido había decidido quedarse para morir honrosamente y, apostado en una torreta con un fusil de francotirador, fue disparando a los rusos hasta que pudieron localizar su posición y arrasarla con un Valentín MK9. Así que cuando traspasaron las verjas de entrada al recinto, todos los soldados se agacharon y comenzaron a escudriñar las ventanas altas, instintivamente.

En seguida se dieron cuenta de que allí no quedaba nadie con vida y, poco a poco, comenzaron a separarse para inspeccionar la zona. En lo que parecía ser el patio, se alzaban varias pilas de objetos amontonados, en su mayoría libros y documentos a medio arder. Se veía que los alemanes habían querido deshacerse de todo aquel material antes de huir, pero la lluvia y las prisas habían dificultado su tarea.

Cuando se aproximaron al centro de la plaza los soldados se detuvieron de repente, como si de entre la espesa niebla y la pantalla de lluvia, hubiera aparecido un fantasma. Tres de los montones, los más grandes de entre todos los que ocupaban el patio, estaban formados por cuerpos humanos, cadáveres desnudos y esqueléticos que se amontonaban como basura sobre los rescoldos humeantes que sus verdugos habían querido prender inútilmente.

Al detenerse el tanque el silencio fue tal que el repiqueteo de las gotas en los cascos parecía ensordecedor. Se escuchó una arcada y, acto seguido, uno de los soldados comenzó a vomitar. La mayoría se quedó inmóvil bajo la fría lluvia, ante aquella estampa de pesadilla. Un par de sanitarios y un cabo reaccionaron y se apresuraron a reconocer la zona. El enfermero más joven se agachó cerca de una de las pilas de cadáveres y levantó el brazo apresuradamente, con una ansiedad incontrolada.

–¡Aquí, camarada sargento! –gritó, sacando a todos de su aturdimiento–. ¡Aquí hay un hombre aún con vida!

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