Relato de “Mareas” – Mayarí
He aquí un adelanto de Mareas, el nuevo libro de Toti Martínez de Lezea, que recoge 35 relatos protagonizados por mujeres de la costa vasca. Cada relato está localizado en un municipio costero y ubicado en un año cualquiera desde antes de cristo hasta 1969. Mayarí es uno de esos relatos. Cuenta la historia de Juanita que vivió en Elantxobe, a finales del siglo XVIII. Así comienza la historia:
Mayarí
Elantxobe – 1895
Cuando alguien preguntaba, Juanita siempre respondía que su marido estaba bien, que tenía noticias con asiduidad y que dos veces al año, sin falta, recibía un giro con dinero para el mantenimiento de sus hijos y del suyo propio; con algo de suerte, en tres o cuatro años su hombre estaría de vuelta para siempre. La falta de trabajo lo había obligado a atravesar el océano, como a tantos y tantos pescadores, cuyo medio de vida disminuía a medida que pasaba el tiempo y la pesca escaseaba. Su primo le había escrito insistiéndole para que fuera a Cuba, donde, le informó, acabada la gran guerra, había entrado en el negocio del tabaco y quería que él fuera su socio. Prometió, juró por la Virgen del Carmen, por sus difuntos padres y por el amor que, aseguró, sentía por ella, que regresaría en un par de años, pero ya iban para seis y no había visos de que fuera a cumplir su promesa. Volvió una vez, tres años después de su marcha durante dos meses; llegó en calesa desde Bilbao, lleno de regalos para ella y su hijo, telas coloridas que habían ido a parar al arcón de las ropas que ya no se usaban, objetos extraños, figuras aún más extrañas, sombreros de paja, collares de abalorios y pulseras que jamás se pondría. Su hombre había cambiado, estaba claro.
Vestido de blanco, con un deje ridículo, intercalando en su habla palabras que nadie entendía, empeñado en que se colocara el mantel en la mesa tanto para desayunar como para comer o cenar,
quejándose del duro colchón de lana prensada, de la falta de un retrete, y de todo en general. Incluso hizo comentarios respecto al aspecto de su mujer, “de pobre” dijo, ordenándole que vistiera acorde con su buena situación económica. La llevó a Gernika en la calesa y le compró dos faldas nuevas, justillos y chaquetillas a juego, blusas, medias y zapatos, y pagó sacando de su cartera un fajo de billetes con tal pedantería que ella enrojeció de vergüenza. Juanita no reconocía en aquel hombre al joven tímido a quien le había costado varios meses declararse, torpe en su noche de bodas, emocionado hasta las lágrimas al contemplar a su primer hijo. Y tampoco lo reconocía cuando ambos se retiraban a su dormitorio.
La primera noche, tras su llegada, casi le arrancó la ropa, la desnudó por completo, la tumbó en la cama y besó su cuerpo hasta en los rincones más íntimos, provocando en ella sensaciones nunca
antes experimentadas de forma que se sintió escandalizada y fue incapaz de protestar ante un comportamiento a todas luces indecente, por decir algo. Y lo mismo ocurría todas las noches cuando el niño dormía y únicamente se escuchaba el canto de los grillos a través de la ventana abierta. Sin embargo, curada de espantos, le tomó gusto y esperaba con ansia el momento en que ambos se encontrarían en la cama, que había sido de sus suegros y cuyos crujidos acompañaban sus jadeos. Descubría un mundo desconocido de placer y, de alguna manera, sentía que estaba siendo infiel al “otro”, al que se había marchado una mañana gris de primavera tres años atrás, con un saco de tela como único equipaje. Era como si aquel jamás hubiera existido, o como si este fuera un amante clandestino que se colaba en su lecho para robarle su pudor de mujer honesta. No se preguntó dónde había aprendido a hacer el amor de aquella manera o cómo lograba prolongar un acto que antes de su marcha apenas duraba unos instantes y ahora se había convertido en una fuente de gozo, difícil de definir con palabras. Le bastaba con tenerlo a su lado, sentirlo dentro, percibir el aroma a tabaco y almizcle que desprendía su piel; acariciar sus manos de piel fina
y cuidadas uñas tan diferentes a las suyas, heridas por el manejo de la azada y el acarreo de cubos agua; besar sus labios y jugar con sus cabellos demasiado largos para un hombre, perfectos en él. Se había vuelto a enamorar, o se había enamorado por primera vez, no sabía muy bien, y estaba decidida a marcharse allá adonde él fuera, aunque sintiera terror por la mar, propio en una hija y nieta de pescadores tragados por las aguas; aunque se le rompiera el corazón ante el solo pensamiento de abandonar aquel rincón del mundo en el que había nacido.
Él hablaba de una tierra de sol y vegetación exuberante, de frutos desconocidos, de atardeceres luminosos, un paraíso llamado Mayarí al que estaba dispuesta a seguirlo con tal de permanecer a
su lado y gozar cada noche de aquella nueva experiencia de la que nunca se cansaba. Sin embargo, se evadía cada vez que ella insinuaba tal posibilidad; le decía que sí, que los llevaría a la isla, pero
no todavía. Era preciso disponer el viaje, preparar la casa para su llegada; le enviaría los billetes del barco más adelante, cuando el chaval fuera mayor para emprender un viaje tan largo… Después la amaba una vez más y ella estaba segura de que lograría convencerlo; era fuerte, juntos emprenderían una nueva vida como tantas otras familias vascas que habían echado raíces allende el mar.
Supo que no serviría nada de lo que hiciera o dijera la víspera de su marcha cuando en el éxtasis de su abrazo repitió dos veces un nombre de mujer que no era el suyo, y el cántaro de sus ilusiones
se rompió en mil pedazos. Lo vio partir sin ánimos para agitar la mano y, a continuación, se encaminó al establo a ordeñar a la vaca.
Lloró su desconsuelo durante semanas, cada vez que se acostaba y descubría su ausencia. Se consolaba recordando su promesa de que pronto los llamaría, pero luego le venía a la mente el nombre de la “otra” y su llanto arreciaba. Así transcurrió un tiempo de tristezas infinitas, durante el cual guardó sus ropas nuevas junto a las telas coloridas y volvió a su falda oscura, al delantal desteñido, a las abarcas. Hubo incluso momentos en que se sintió una viuda del mar, de aquellas cuyos maridos habían desaparecido en un naufragio y bajaban todos los días al puerto con la esperanza de verlos regresar sanos y salvos. A veces, también subía a lo alto de Ogoño, desde cuya talaya se avisaba de la llegada de las ballenas, y contemplaba el horizonte, imaginando que él regresaba a bordo de uno de los enormes navíos que, en ocasiones, surcaban las aguas en la distancia. Le escribió por medio del cura para informarle de que esperaba un nuevo hijo, pero no hubo respuesta, y tampoco volvió a recibir el giro, que hasta entonces llegaba puntualmente a comienzos de diciembre.
Dio a luz a una niña en la primavera del siguiente año, en un amanecer en el que la niebla ocultaba el mar de sus desdichas, y decidió ponerle un nombre extraño a la tierra, Mayarí. El párroco se negó a cristianar a la criatura con un nombre a todas luces pagano y la inscribió con un sencillo María, pero ella, a su vez, se negó a llamarla por otro nombre que no fuera el elegido, el único que, de alguna manera, mantenía viva su esperanza.
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