A qué olemos nosotros
El etnólogo Paul-Émile Victor llegó a un poblado de Groenlandia en 1934 y la primera impresión, la que recordaría toda la vida, fue la del olor: el tufo de la grasa de foca con la que los inuit frotaban sus kayaks y sus ropas. “De este hedor no decían nada los libros de etnología”, escribió en su obra Du Groenland á Tahiti. Más tarde, cuando ya llevaba dos años entre inuits, Victor regaló unas botas a un vecino y le sorprendió que éste no se lo agradeciera con el saludo tradicional, frotando la nariz contra la suya. “Es que hueles fatal”, le dijo el vecino, “hueles a hombre blanco”.
Cuando nos topamos con extraños y observamos sus reacciones, es habitual que acabemos mirándonos –y oliéndonos- a nosotros mismos. El exotismo es una cuestión de contrastes, y al hablar de otros, al subrayar los rasgos ajenos que nos llaman la atención, acabamos revelándonos.
¿Cómo contaríamos un encuentro con alienígenas, el caso de exotismo más extremo? Tenemos un antecedente: Primer viaje en torno del globo, relato de Antonio Pigafetta, uno de los supervivientes de la navegación de Elcano alrededor del mundo. En aquella expedición alucinante, en la que partieron 237 hombres y al cabo de tres años solo regresaron 18, se toparon con humanos tan remotos que a los ojos de Pigafetta eran casi seres fantásticos: los gigantes de la Patagonia que adoraban al diablo, los nativos del Brasil que les cambiaban seis gallinas por un rey de oros de la baraja, los espantosos caníbales de las islas polinesias, toda una galería de humanos inverosímiles que los navegantes se empeñaban en incorporar al cauce correcto del mundo. Para eso organizaban bautismos masivos y celebraban pactos de paz eterna entre el rey de Castilla y reyezuelos insulares que jamás habían visto a un extranjero.
Tras varios siglos de exploración y de contactos entre sociedades lejanas, la literatura fue virando: del espanto de Pigafetta se pasó a la admiración de las vidas exóticas. Las novelas y los relatos de Stevenson, Conrad, Kipling, Loti o London excitaron a miles de personas, que veían en las aventuras remotas la manera de vivir la vida en toda su plenitud.
Gustave Flaubert, por ejemplo, se moría de aburrimiento en Francia y detestaba “la buena civilización burguesa” con sus abogados, sus tranvías y sus tartas de crema. Con 17 años escribió Memorias de un loco: “Soñaba con lejanos viajes a las regiones del sur; veía el Oriente y sus arenas inmensas, las tiendas transportadas por camellos con sus campanillas de bronce, veía las olas azules, el cielo puro, una arena de plata; sentía el perfume de esos océanos templados del mediodía; y luego, junto a mí, bajo una tienda, a la sombra de un aloe de largas hojas, una mujer de piel morena, con la mirada ardiente, me rodeaba con sus dos brazos y me hablaba en la lengua de las huríes”. Flaubert viajó a Egipto y quedó maravillado con el bullicio de los puertos, el caos de los zocos, incluso con el burro que cagaba en la plaza donde él tomaba café. En El arte de viajar, Alain de Botton analiza esta fascinación: para Flaubert la vida era caótica, impura, sucia, sensual, y las tentativas burguesas para instaurar el orden implicaban “una negación censuradora y mojigata de nuestra condición”; Egipto alentaba modos de vida que sintonizaban con la identidad del escritor, valores que eran reprimidos en la sociedad francesa. Flaubert propuso que la nacionalidad se asignara no por el lugar de nacimiento sino por los lugares que nos atraían a cada uno.
En ese caso Lawrence Millman se declararía vikingo. Escribió En los confines del mundo, el relato tronchante de un viaje desde Noruega hasta Terranova tras la huella de los vikingos y sus descendientes actuales. Millman encontró pescadores que beben del mar para saber si tiene peces, niños que juegan a lanzarse corazones chorreantes de ballenas recién cazadas, ermitaños que se exilian en campos de lava y viven refugiados dentro de caballos muertos. En las islas del Atlántico Norte descubrió un mundo simple y feroz, habitado por una estirpe de gentes rudas, silvestres, extravagantes y toscamente poéticas que le fascinaban y a las que quería parecerse. Algo así le ocurrió a Nigel Barley en El antropólogo inocente: pasó dos años viviendo con una tribu de Camerún, los dowayos, en una sucesión de episodios desconcertantes y descacharrantes, y al regresar a Inglaterra sintió “una extraña sensación de distanciamiento” de sí mismo: “No porque las cosas hayan cambiado sino porque uno ya no las ve “naturales” o “normales”. “Ser inglés” le parece a uno igual de ficticio que “ser dowayo”. Se encuentra uno hablando de las cosas que les parecen importantes a los amigos con la misma seriedad indiferente con que habla de brujería con los indígenas”.
Otros escritores, en cambio, reafirman su identidad después de pasearla por las antípodas. Josep Maria de Sagarra era un hombre sedentario, amante del confort, de los clubs elegantes y de los buenos vinos, que aceptaba Sevilla como el máximo exotismo tolerable. En 1936, sin embargo, estalló la Guerra Civil y se embarcó nada menos que hacia la Polinesia. En su libro La ruta azul traza unos perfiles agudos y despiadados de los europeos que navegan con él, “atraídos por la fantasía de los países oceánicos”, que van a Tahití a “enterrar su absoluta falta de convicciones”, “a conseguir el milagro del amor”, “a poner un poco de agua entre ellos y sus fracasos” o porque tienen “el cerebro podrido de literatura”. Sagarra considera que las ansias por lo exótico son una manera de engañarse, incluso una rendición moral. Los viajeros desdeñan la civilización y fantasean con un paraíso polinesio que en las descripciones de Sagarra se revela como un dulce cementerio con playas y palmeras, plagado de miserias, enfermedades y fantasmas que los románticos no quieren ver. Meses más tarde, en el barco de vuelta a Europa, los pasajeros forman una legión de derrotados y exhaustos: “Acabó en nosotros la ilusión de lo lejano, y volvemos a la realidad, o a la pesadilla, de la cual quisimos evadirnos”.
El exotismo puede servir para engañarnos y también para engañar a los demás. En Begiz begi. Miradas a cámara, libro y película, el montañero Alberto Iñurrategi y el escritor Koldo Izagirre plantean una autocrítica de los relatos de viajes y aventuras. Los viajeros actuales ya no llevan rifle pero sí cámara, para cobrarse piezas pintorescas, para capturar personas y luego exhibirlas en casa transformadas en metáforas. No en historias concretas, sino en metáforas que convienen al relato épico del aventurero. “Incapaces de interpretar su sentido, vemos un mundo sin carne y sin hueso condenado a la belleza del documental televisivo, un fondo de colores sin sentido, como hilo musical en imágenes, budismo para hippies o barrio pobre para visita de príncipes generosos. (…) La montaña es salvajismo y nosotros somos los civilizados. Si nuestras escaladas, en lugar de estar en Nepal, Mali o la Patagonia, estuviesen en Suiza, no tendrían poder publicitario: ni el Mont Blanc ni los Alpes serían nunca barbarie, ni con cuatro mil metros más, porque la montaña es nuestro viaje en el tiempo, nuestro retorno a lo lejano, oscuro y peligroso. Necesitamos un allí mítico. Allí la montaña está en el contexto que necesitamos para idealizarla: climas extremos, paisajes sin urbanizar, rutas sin camino, ceremonias, colores, sonidos, olores, gentes extrañas… Sobre todo, gentes extrañas. Ellos son la prueba de nuestra civilización”.