Primer capítulo de la novela “Oro verde” de Inma Roiz
La noche acecha, los ruidos de las alimañas se ciernen sobre su cabeza, rodean la casa y espantan el sueño. Se siente atrapado en el llanto de las lastimeras, en la imagen de padre cargando el cuerpo erguido de la tía María, esbelto como nunca antes lo había visto. El frío inerte le hiela los labios. Ha sido un beso oscuro como la noche, un beso extraño en la piel azulada de un cuerpo sin tiempo ya para la vida.
Se asoma a la ventana, que es como asomarse a las montañas, a las cimas cubiertas por el tardío, que ha llegado sin ser visto. Desde hace días el sol alumbra un poco menos, se aleja inmisericorde de estos riscos, y la noche empieza a mostrar su mortuorio manto, a extenderse sobre los habitantes de una tierra cada día más lenta y solitaria. Vuelve a ocupar su lugar en el colchón junto a sus hermanos. Trata de encontrar un rincón en el viejo techo donde apaciguar sus miedos, y se alía con las vigas oscuras de la madera vieja y carcomida de su corta vida. Apenas tiene siete años y este ha sido su primer muerto. Escucha los sonidos de la noche, mezclados esta vez con los rezos que suben de abajo, e interpreta que si estos callan los carroñeros entrarán en la casa, llegarán al cadáver y le vaciarán los ojos dejando huecas sus cuencas como cuevas en las peñas.
La tía María murió de agotamiento, había oído decir; no acababa de entender cómo puede morir alguien de agotamiento sin hacer apenas nada en todo el día; nunca salía de casa, se movía con cuidado, y siempre estaba callada. Quizá más que de agotamiento había muerto de aburrimiento, pensaba él.
Se giró saltando sobre su propio cuerpo y supo que ella ya nunca volvería a yacer de lado, como solía. Se quedó inmóvil, agazapado, escuchando la respiración entrecortada de los otros habitantes de aquella misma cama, y pensó en la muerte. La tía María iría directamente al cielo, no tenía duda, para ella no habría ni siquiera purgatorio. Pero qué sería de aquellos que habían matado, aquellos que durante la guerra habían tenido que pelear y matar para no ser muertos. Qué sería de padre, que había estado en el frente tanto tiempo, todo el que duró. ¿Habría matado él a alguien? Le habían contado que llegó a casa con diez kilos menos, y tan cansado que durante diez días no dejó el colchón más que para usar el perico. Allí le llevaba madre la comida, y hasta el porrón. En ese tiempo no dijo una palabra, ni un suspiro se le oyó, y cuando al décimo día se levantó parecía que no hubiera pasado una guerra por su intestino.
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