Javier Cercas: “A mi edad yo ya he comprendido que las preguntas esenciales son las que hacen los niños. Todo lo demás es irrelevante. O casi”.

el loco de dios en el fin del mundo - Javier CercasEl loco de Dios en el fin del mundo (Penguin Random House, 2025) es el resultado de un planteamiento insólito. Por primera vez, el Vaticano abre sus puertas a un escritor, elige a Javier Cercas, y le propone escribir un libro, el que sea, a partir de lo que viva dentro de la institución. Cercas acepta, con una condición: que le permitan estar unos minutos a solas con el Papa, para poder preguntarle si su madre se reencontrará con su padre más allá de la muerte.

No puedo evitar arrancar con esta pregunta: ¿Cómo ha vivido la muerte del Papa?

Hablando sin parar de mi último libro, que acababa de publicarse y trata sobre el papa, sobre la Iglesia, sobre el cristianismo y sobre el papel de la Iglesia y el cristianismo en un mundo como el nuestro, que parece haber desterrado a Dios y al cristianismo. Y digo parece porque, a juzgar por el revuelo universal armado por la muerte del papa Francisco y la elección de León XVI, tampoco están tan desterrados, ¿no cree?

En algo habrá cambiado Javier Cercas desde que viajó al Fin del Mundo con el loco de Dios. ¿Qué ha sido?

A mí este libro me ha cambiado de pe a pa. Un libro que no te cambia la vida no puede ser un buen libro, porque no puede aspirar a cambiársela al lector; un buen libro es una aventura, y una aventura que no te transforma no es una aventura: la literatura antes que nada es placer, pero también es conocimiento, y no hay conocimiento sin transformación. En todo caso, como este libro también trata de mí -y por lo tanto del lector: yo soy un tipo normal y corriente, al que le pasan más o menos las mismas cosas que a cualquier lector-, la mejor respuesta a su pregunta son las casi quinientas páginas del propio libro.

Y ¿en qué ha cambiado su mundo después del viaje? ¿Cómo lo ha visto desde “la periferia”?

El viaje no solo ha sido un viaje a la periferia -Mongolia-, sino sobre todo al centro, o al menos al centro de la iglesia -el Vaticano-:  gran parte del libro transcurre allí; y créame: Mongolia es un lugar muy exótico, pero el Vaticano es mucho más exótico todavía, sobre todo si eres capaz de entrar allí sin prejuicios, con ojos limpios, que es como yo he tratado de entrar allí (y créame de nuevo: eso es muy difícil, porque todos tenemos una enorme cantidad de prejuicios sobre los asuntos que trata el libro). En general, lo que puedo decir es que mi visión de la Iglesia, del Vaticano, del cristianismo, del papa Francisco, de mí mismo y del mundo es mucho más compleja de lo que era; es lo que hace la literatura, o lo que debería hacer: restituir la complejidad de las cosas. 

¿Es verdad que nadie antes le había preguntado al Papa Francisco por la resurrección de la carne y la vida eterna?

Es lo que me decían en el Vaticano cuando llegué; y lo que sé una vez acabado el libro. Y es una paradoja descomunal, porque la resurrección de la carne y la vida eterna es el centro exacto del cristianismo; no lo digo yo, ni siquiera el papa Bergoglio; lo dice san Pablo, que en cierto modo se inventó el cristianismo. En cualquier caso, a mí ese asunto no me interesaba por motivos teológicos, sino personales, porque mi madre, que era profundamente católica, decía tras el fallecimiento de mi padre que ella iba a verlo después de la muerte, como le había prometido su religión. Y yo quise preguntarle al papa Francisco si eso era verdad, para escuchar su respuesta y para llevársela de vuelta a mi madre. De eso trata este libro: de una pregunta que podría hacer un niño. ¿Sabe? A mi edad yo ya he comprendido que las preguntas esenciales son las que hacen los niños. Todo lo demás es irrelevante. O casi.

¿Qué impresión causa el Papa? Quiero decir de cerca… Él y todo su séquito. ¿Asustan, imponen?

No. Son personas comunes y corrientes, algunas muy valiosas e inteligentes, eso sí -desengáñese: el Vaticano no lo llevan tontos; si así fuera, la Iglesia no acumularía dos mil años de historia-. Pero nada más. También el papa Francisco era una persona común y corriente, que antes que nada era un sacerdote, claro, aunque luego fuera muchísimas cosas más. Y muchísimo más complejas y enrevesadas, casi laberínticas. Desde luego, no era el personaje plano y edulcorado que difundían los medios de comunicación.

También fueron importantes los encuentros y las entrevistas con el resto de las personas de la novela. Me han impresionado especialmente los misioneros, y las misioneras. Mucho. La entrega, la convicción inquebrantable, la dedicación real y total a cuidar de los otros… ¿se lo esperaba?

No, claro. Yo no había conocido antes misioneros. Y es verdad: son gente muy especial, que impresiona. De hecho, son ellos los que encarnan con radicalidad el cristianismo auténtico, el cristianismo de Cristo, que se parece poco o nada al cristianismo que nosotros hemos conocido, sobre todo en los países, como el nuestro, donde el cristianismo triunfó. Y tiene usted razón: seas ateo, creyente o mediopensionista, es muy difícil no admirar a esa gente.

Qué alivio deben sentir los creyentes, convencidos de que no van a morir nunca.  En el libro dice de la fe que es una intuición poética, y también un superpoder. ¿No le dan envidia quienes la tienen o la sienten?

Sí, claro: yo he envidiado muchas veces a mi madre, que hizo cosas que yo nunca podría hacer, y durante este viaje envidié a los misioneros. ¿Cómo no vas a envidiar la seguridad, la fuerza y la serenidad sin mermelada que desprende esa gente que lo ha abandonado todo para irse al fin del mundo, a un lugar donde nadie sabe nada del cristianismo, donde se habla una lengua imposible, a cincuenta grados bajo cero, para echar una mano a los que no tienen donde caerse muertos -ni siquiera a evangelizar, porque el proselitismo no forma parte del equipaje de esta gente-? Claro que he sentido envidia. Pero la fe no es una cuestión de voluntad: es, en efecto, una intuición -como la intuición poética-, o un don, y ni la intuición ni el don son voluntarios. Los tienes o no los tienes, y se acabó. Yo tuve ese don, porque me lo dieron mis padres (como a tanta gente), pero lo perdí. Y, aunque quisiera recuperarlo, no tengo ni idea de cómo hacerlo. De eso en parte trata también ese libro (y, me parece, parte esencial del arte occidental desde hace más de un siglo): de qué hacemos ahora que nos hemos quedado sin Dios.

Al principio de la novela confiesa que es escritor porque perdió la fe. ¿Sí?

Totalmente. Lo cuento en el libro porque me parecía indispensable contarlo. A los catorce años, después de leer salvajemente a Unamuno, perdí la fe y -esto solo lo he entendí mucho más tarde- busqué un sustituto en la literatura: empecé a leer ya no solo en busca de placer, sino también de conocimiento, traté de encontrar en la literatura las seguridades que hasta entonces me había proporcionado la fe. Por supuesto, esto era un error, porque la literatura -al menos, la literatura auténtica- no proporciona seguridades ni respuestas: proporciona más preguntas, más inquietud. Pero, cuando lo descubrí, ya era demasiado tarde.

Y que escribe para entender. Parece ser que una de las cosas que ha entendido es que el Papa es un hombre normal, lleno de contradicciones, de luces y de sombras. Como todos los seres humanos. ¿Entender esto ha sido una sorpresa?

No: ha sido un descubrimiento, o más bien una constatación (pero una constatación que es imposible cansarse de hacer, respecto al papa y respecto a cualquiera). Porque las contradicciones, las luces y las sombras del papa Francisco eran muy singulares, no eran ni las de usted ni las mías ni las de ninguno de los lectores de esta entrevista. Eso es lo fascinante de la literatura: que te muestra que todos, desde el papa hasta la persona más humilde y en apariencia insignificante, somos personas comunes y corrientes, y a la vez únicas, totalmente singulares. A eso se dedica la literatura: a explorar la infinita complejidad de lo humano.

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