El adelato de “El hijo del capitán” de Sergio Pereira

Las sombras de los árboles comenzaban a dibujarse sobre la hojarasca, temblorosas y alargadas ante el inminente amanecer. Luciano iba primero, farol en mano, y tras él su hijo Sancho, quien a sus nueve años de edad ya era capaz de cargar con todas las herramientas él solo.

El padre señaló un claro en el bosque y ambos caminaron hasta allí. El mozo dejó los pertrechos y se sentó en un tronco caído, a la espera del resto de trabajadores, mientras su padre observaba el bosque con mirada crítica. Le gustaba llegar antes que el resto de la cuadrilla que dirigía, y esperaba que el joven Sancho siguiera su ejemplo algún día.

La tarea que tenían por delante aquella jornada y las que vendrían después sería ardua. Hacía tan solo unos días que un maestro constructor y varios carpinteros de ribera venidos del norte habían recorrido el bosque seleccionando y marcando los árboles necesarios para la construcción de un galeón. Doscientos robles, nada más y nada menos, diseminados por aquel inmenso bosque que se extendía ininterrumpidamente por las laderas de varios montes.

Él lo conocía bien; había crecido en aquellos bosques de Sakana. Podría asegurar que incluso sabía la situación exacta de cada uno de los árboles, ya que muchas de sus formas no eran casuales o naturales, si no que él mismo, y antes que él su padre y su abuelo, los habían ido cultivando generación tras generación.

Luciano pidió la bota de vino a su hijo y le dio un buen trago. Luego miró al cielo, entre las copas desnudas de los árboles, y pareció como si olfateara el aire. El tiempo era el adecuado; el invierno había entrado y la luna se encontraba en menguante, momento en el que la savia de los árboles descendía. Tampoco había tiempo que perder, ya que pronto llegarían las primeras nieves y dificultarían enormemente su trabajo, y más aún el posterior traslado de los troncos a los aserraderos, donde los transformarían en las piezas definitivas para la construcción de aquellas casas flotantes de las que Luciano y Sancho tan solo habían oído hablar en el mercado del pueblo o en la taberna. Aquellas naves llenas de velas y cordaje que servían para cruzar unos mares que jamás habían tenido ocasión de ver.

El propietario de la fábrica de lonas y vitres de Cervera recorría la nave principal de su factoría con toda tranquilidad, las manos a la espalda y una leve sonrisa de satisfacción dibujada en su joven rostro. No le faltaban razones. La vida se estaba portando bien con él o, al menos, así lo pensaba. Hacía tan solo unos días que su joven esposa le había dado un nuevo hijo, varón esta vez, por lo que no cabía en sí de gozo. Además, el negocio no dejaba de ir en alza, lo que en pocos años le había convertido en uno de los hombres más prósperos de la comarca. En sus ropas se denotaba su
solvencia, ya que, aunque no le gustara ostentar demasiado y vistiera con moderada sobriedad, sus zapatos, calzas, camisa y jubón estaban confeccionados con los mejores paños, algunos de ellos
traídos de Flandes, La Rochelle o Inglaterra.

Sabía bien que todo aquello era gracias a su abuelo paterno, que hacía ya más de medio siglo tuvo la genial idea de abandonar el cultivo del cáñamo y dedicarse a su manufacturación, montando
un pequeño taller de cuerdas. Y después a su padre, que dio el siguiente paso al invertir sus pocos ahorros en aquellos viejos telares con los que empezaron a fabricar sus primeras lonas de vitre. Ahora la factoría contaba con dos naves a pleno rendimiento; la principal, donde se ubicaban los ocho grandes telares para la fabricación de lonas, y la cordelería, donde hombres y mujeres de la comarca confeccionaban todo tipo de cabos y maromas. Y se sentía orgulloso de ello.

 

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