César Aira : “Escribo sin guión, sobre la marcha”

Prins, publicada por Literatura Random House, es la novela 101 del venerado escritor argentino César Aira, un clásico ya en las quinielas del Premio Nobel de Literatura. La historia —escrita, como acostumbra a hacer, sobre la marcha— está protagonizada por un autor de género gótico, que hastiado de recibir malas críticas y hastiado de su propia producción decide dejar de escribir. Tendrá entonces que decidir qué hacer con su tiempo libre y, por una serie de razones más o menos inopinadas, decide entregarse al opio. “Hay algo autobiográfico en la preocupación por el tiempo”, reconoce con su hablar cadencioso, preciso y amable.

Le gusta el género gótico, pero su protagonista termina tan desencantado que parece deslizar usted una crítica a la industria del libro.

Pero no creo que sea crítica verdadera, una crítica que pueda ser tomada en serio, más bien es en un tono risueño; por el contrario, yo estoy muy agradecido a la industria del libro y he terminado haciendome amigo de mis editores. Siempre les he estado agradecido porque sé que conmigo no han ganado plata; ahora quizá estén recuperando los costos, pero durante muchos años si me publicaban era porque les gustaba lo que yo hacía, así que me sentía hasta un poco culpable.

En Argentina durante muchos años publicó usted en pequeñas editoriales independientes.

Yo empecé publicando en MC, grande y prestigiosa; la que históricamente fue la editorial de Borges; pero a estas editoriales grandes hay que darles libros de cierto volumen, y yo hacía el esfuerzo de llegar a un volumen, pero hubo un momento en el que me di cuenta de que escribir libros largos no era lo mío. Mi liberación llegó junto con la aparición de las pequeñas editoriales independientes hacia los años 80. Yo ya tenía cierto prestigio y estaban dispuestas a publicar lo que yo les diera, así tuviera cincuenta páginas, y eso fue muy bueno para mí. El tipo de historia que yo cuento encaja mejor en ese formato breve. El formato largo me obliga a sumar a una idea otra y después otra y queda un poco descosida la novela, pero también me gusta ese efecto sinuoso de no saber hacia dónde va. En esta novela, por ejemplo, cuando vi que todavía necesitaba veinte páginas más me inventé una esposa, apareció caída del cielo (ríe).

Uno de los temas de la novela es la necesidad de ocupar el tiempo en algo, qué hacer con los días.

Sí, ese es, además, uno de los grandes temas de mi vida, así que me pongo un poco autobiográfico, bueno, un poco, porque este personaje decide ocupar el tiempo libre con el opio, cosa que jamás me ha ocurrido a mí. Como escribo apenas un rato por la mañana y dejé de trabajar hace veinte años, y como no se puede leer diez horas (aunque, a veces creo que lo he hecho), lo lleno con la bicicleta. La bicicleta tiene el inconveniente de que el tránsito de Buenos Aires es muy salvaje, y tengo que salir muy pronto por la mañana, no me importa porque me gusta madrugar; y, bueno, después doy caminatas, me encuentro con los amigos… A veces me preguntan por mi momento favorito del día, y tengo que decirles que el primero y el último: el primero, la bicicleta; el último, el whisky.

Su protagonista decide dedicar su tiempo al opio, baja, para ello de “su torre de marfil” y debe interactuar con el mundo, digamos. Me ha resultado divertido, si no cómico, lo poco operativo que resulta. ¿Son, los escritores, así de poco prácticos?

(Ríe) Sí, yo soy un caso extremo de inoperatividad tecnológica, tanto es así que me negué a tener teléfono móvil, pero tuve que ceder a la presión familiar… Hace dos meses, en mi cumpleaños, me reglaron un telefonito y lo acepté con la condición de tener un solo número: el de mi mujer.

¿Y desenvolverse en la vida cotidiana también se hace a veces pesado?

Sí, mucho, sobre todo ahora que se está despersonalizando todo, y hay que hacerlo todo por Internet. Eso me produce una angustia inenarrable. Los impuestos hay que pagarlos creando un vehículo especial por Internet, las facturas deben ser electrónicas. Por suerte tengo a mi hijo, que nació con un chip, como todos los jóvenes.

Citaba usted antes a Borges, y esta novela es una nueva variación de su obra. ¿Se imagina usted siendo escritor sin Borges?

Creo que lo podría haber reemplazado por otros autores, como Kafka, y con los poetas, la poesía para mí ha sido un alimento imprescindible; lo podría haber reemplazado, sí, pero habría sido de otra forma, y habría sido escritor más tarde, porque a Borges lo descubrí muy joven, de adolescente, y descubrir un escritor que manejara de ese modo los mecanismos de la literatura, y alguien que fuera argentino, que yo lo sintiera de cerca e impusiera una vara tan alta… Yo, argentino también, no quería desmerecer…

¿También esta novela está escrita sobre la marcha?

Se va haciendo sobre la marcha, sí; necesito primero una idea que me guste, que la vea productiva, una idea de tipo borgiana, una de esas paradojas lógicas, y después ya sobre la marcha. Yo no pienso el argumento, la estructura, el desarrollo… tengo que escribir escribiendo. Si llego a decir “lo voy a pensar”, estoy perdido.

¿Cómo lleva sonar regularmente para el Premio Nobel?

Se lleva muy mal, eso tiende a volverse una de esas maldiciones que me van a acompañar el resto de mi vida. Allá por el mes de octubre, mis compatriotas se ponen nerviosos; los argentinos somos muy de tener el number one… Lo último que falta es que me empiecen a reprochar, que me digan “Venga, un último esfuercito”… ( ríe).

 

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