Jon Sistiaga: “En algún momento hay que afrontar la renuncia al perdón, e incluso a la justicia, a cambio de la verdad”

Jon Sistiaga (Irun, 1967) presenta Purgatorio (Penguin Random House, 2022), su primera novela de ficción. Más de 400 páginas en las que ha vertido, inevitablemente, su pulso periodístico y su interés por desvelar la verdad de los sucesos, y de las personas. Un libro escrito con la sensibilidad de quien tiene mucho que contar. Una historia ficticia inspirada en muchas verdades, escrita con criterio y en la que habitan varios lugares comunes.

El protagonista, Josu, es esclavo del momento en el que decidió apretar el gatillo. Tanke se imagina que arrastra ocho enormes cadenas con las almas de sus ocho víctimas. Realmente, somos las decisiones que tomamos. Tenemos que vivir con ellas, o intentar vivir con ellas. Es una constante en el libro.

La novela es una búsqueda constante de los matices que tiene el difuso concepto de “responsabilidad”. Todos somos construcciones hechas en base a las decisiones que tomamos. Las buenas y las malas. Esas decisiones, en el conflicto vasco, podían suponer 20 años de cárcel, llevar escolta media vida o acabar en el cementerio. En esas decisiones, muchas veces, influyen personas a las que consideramos referentes, o amigos que crees leales, además obviamente de otras circunstancias. Todas esas personas no suelen aparecer en los sumarios. El que te convence de la necesidad de hacer un sacrificio humano por una causa suele permanecer en las sombras. Purgatorio habla de la necesidad de expiación, de reparación. Ése era el lugar en el que las ánimas debían purificarse. Es decir, un rincón de pensar teológico. Y para purificarse hay que empezar por enfrentarse a uno mismo. A sus actos, a las consecuencias de esos actos, a la necesidad de reparación. He conocido en mi trayectoria profesional demasiada gente que había matado, y muy pocos estaban en paz consigo mismos.

Como también es una constante la necesidad de confesar, de redimirse, El perdón aparece, “con sus confines difusos”, en el personaje de Alasne. ¿De verdad sirve de algo perdonar?

El libro abunda en algo que todavía está por contar y reconocer, y es que parte de los aparatos de seguridad del Estado hasta aproximadamente finales de los 90, y con excepciones, por supuesto, fueron muy crueles con muchos ciudadanos, brutales con muchos detenidos, y en algunos casos, absolutamente atroces. Pero no hubo, creo, una violencia simétrica. He trabajado en el Ulster, en Gaza, en Ruanda, y allí sí había comunidades enfrentadas. ¿Perdonar sirve para algo? Claro que sirve, pero cuando es espontáneo y no una exigencia. Nos hemos acostumbrado a que se exija, a que se considere una línea roja, y eso no sirve. Es cosmética demagógica. “La ecuación del perdón” de la que hablaba Ricoeur, se establece entre la profundidad de la falta y la altura del perdón. Mi personaje, Alasne, está dispuesta a perdonar porque se cree de verdad la penitencia por la que transita el otro personaje. A ella le sirve el perdón. A otras víctimas no. Y todo es comprensible. Pero hay algo que plantea el libro, y que en algún momento hay que afrontar, como se ha hecho en otros lugares asolados por la violencia: la renuncia al perdón, e incluso a la justicia, a cambio de la verdad. Y Alasne es una de esas personas dispuestas a pasar página si antes recibe las respuestas que necesita.

Realmente, “la violencia es un camino sin retorno”, pero el encuentro, el diálogo -entre Alasne y Josu- es esperanzador. Para mí este es un libro optimista, que arroja luz sobre el conflicto y sus heridas. ¿Qué opina?

¿Optimista? Me gusta verlo así, sí. El recurso a la violencia, desde el momento en que se decide utilizar, es una sucesión de líneas rojas que se van atravesando y que van convirtiendo la supuestamente virtuosa idea inicial en un calvario lleno de cruces con todos los cadáveres acumulados: El primer civil caído, el primer niño, la primera masacre, el primer secuestro, todos acaban siendo justificados en comunicados que hacen irreconocible el objetivo y la estrategia original. Es una huida hacia adelante. Y las heridas que se van produciendo no sanan. No se cierran. A no ser que alguien te diga “¡oye, estás sangrando!”, no te darás cuenta de que hay que parar esa hemorragia, ya sea interna o externa, y curar la herida. Esta novela transcurre por esos hospitales de campaña imaginarios que debería haber en Euskadi para poder hablar, curar, sanar y purificar.

La inverosimilitud del encuentro entre el verdugo y su víctima cayó por su propio peso con historias como la de Maixabel Lasa. ¿Hasta qué punto es sanador que se propicien este tipo reuniones?

En 2019 dirigí el documental Zubiak en el que grabé una comida entre Maixabel Lasa e Ibon Etxezarreta, uno de los asesinos de Juan Mari Jauregi. Ambos fueron muy generosos conmigo porque entendieron la dimensión simbólica de ese encuentro. Todavía lo recuerdo y se me pone la carne de gallina. Esas dos personas hicieron un ejercicio de honestidad y de generosidad tremendamente audaz. “Maixabel, yo nunca te he pedido perdón porque lo que hice es imperdonable”, le dijo Ibon. “Yo no te voy a decir si te perdono o no, pero sí que te mereces una segunda oportunidad”, contestó ella. No hay novela que pueda mejorar ese diálogo, ese encuentro que yo, personalmente, presencié. Para mí fue sanador y, sobre todo, esperanzador.

Yo, que he vivido la época dura de Euskadi, he encontrado muchos lugares comunes, y en más de un párrafo se me ha erizado la piel. ¿Cree que este libro servirá para sanar heridas o que, por el contrario, llegará a escocer?

Pues mi intención es que escueza, claro. Porque si no escuece, muchos y muchas no se van a dar cuenta de que tienen esa herida. La novela quiere ser un reflejo de mi sociedad, de mi mundo, de mi gente. Quiere ser un grito en el oído de todos nosotros para salir, de una vez, de esa dulce amnesia colectiva en la que vivimos después de aquellos años tan duros. Y es comprensible que se quiera olvidar, que destinemos poco tiempo a la memoria, que haya que pasar página, pero a mí me parece, desde mi experiencia personal en otros conflictos, que el pasado no se va nunca si no se hace una lectura crítica e incluso dolorosa del mismo.

Creo, sinceramente que Purgatorio ayudará a que mucha gente ajena y lejana al conflicto vasco se acerque a él. ¿Fue este alguno de los motivos que le impulsó a escribirlo? Si no es así, ¿cuáles fueron las razones que le animaron a relatar esta historia?

Mi intención era escribir un relato de ficción en el que poder narrar la anomalía ética en la que se convirtió el Pais Vasco en la Europa de finales del siglo XX y la primera década de éste. Un lugar en el que se asesinaba a gente porque pensaba de manera diferente. Punto. ¿Qué no eres partidario de una nueva Euskadi independiente y socialista? Pues te pego un tiro o te pongo una bomba. Así fue. Y muchos o aplaudieron o callaron. El desatino de la violencia genera su propia dinámica que es imparable e impredecible, excepto en las consecuencias para las víctimas. En la novela, algunos de los protagonistas han militado en una “Organización” clandestina que recurría a la violencia como motor de cambio, como suprema expresión de una idea de hacer política. Los protagonistas que hablan están inspirados en personas que he conocido y entrevistado. No sólo en Euskadi. Muchos diálogos están basados en conversaciones con paramilitares en Belfast o guerrilleros en el Putumayo, con genocidas en Kigali o talibanes en una prisión del Panshir. Todos, insisto, todos, y esa es mi experiencia, justifican el recurso de matar de la misma manera. Y todos consideraban que podía existir un uso “virtuoso” de la violencia. Digamos, menos malo. Como si fuera el último recurso posible. Y casi todos ellos tenían enormes problemas para enfrentarse a las consecuencias humanas de sus actos, a mirar a los ojos de sus víctimas, porque transitar por ese Purgatorio, aunque pueda ser sanador, es también muy doloroso. Y no todo el que mata, luego, es tan valiente.

Es cierto también, como dice el comisario Sánchez que “el pasado, no es que vuelva siempre, es que nunca se fue”. Y así estamos en este país, remolcando una guerra civil, una dictadura y un conflicto armado. Hablar sobre ello, escribir y leer historias decididamente ayudan a generar una convivencia sana, y a “repensar la memoria”, como dice Alasne. ¿Está de acuerdo?

Claro, no hay memoria si no se recuerda. Y no hay un pasado común si no se hace un diagnóstico desde todos los puntos de vista. Purgatorio habla de violencia policial. Y lo hace desde el territorio que todavía deberían recorrer muchos de los que la ejercieron. Incluidos muchos policías y guardias civiles que hicieron maldades tremendas y a los que, ahora, apenas se les pide cuentas. Yo era un joven socorrista de la Cruz Roja en Hondarribia y recuerdo pasar horas y horas echando una mano a los submarinistas de rescate en el tramo del Bidasoa por donde supuestamente había huido un esposado Mikel Zabalza. Yo soy de los que creen que el cadáver fue colocado allí posteriormente. Todas esas operaciones de violencia negra y paraestatal deberían de aflorar también de una vez por todas. Por eso el comisario Sánchez afirma en la novela que el pasado nunca se fue. Porque los que podrían arrojar luz sobre muchos de esos episodios siguen vivos. Callados, pero vivos.

Es su primera novela de ficción. ¿Cómo se ha sentido? ¿Habrá más?

Pues me ha encantado la incursión en la ficción, la verdad, y me gustaría seguir explorando estos territorios narrativos tan diferentes a los del periodismo, sujeto a otras reglas y corsés (al menos en el periodismo que yo hago y que me enseñaron en la facultad de Leioa, tan diferente a la ausencia de reglas y de verdades del que muchos hacen ahora).

 

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