Primer capítulo del libro “El oso Ondo” de Alejandro Fernández Aldasoro

Pedro Egaña llevaba en paro dos años, su mujer había dejado de quererle y no tenía un solo amigo que mereciera ese nombre. Parece el anuncio de un Volkswagen Golf de los noventa, pero era la vida corriente que le había tocado en suerte. Además, su Citroën Xsara de nueve años le había dejado tirado ya dos veces. Ni siquiera tenía un coche en el que confiar.

En realidad, acababa de encontrar un trabajo y cabría pensar que las cosas se estaban arreglando. No era así.
En ese momento escribía desde la mesa en la que llevaba sentado un mes como un niño bueno y de la que no se levantaba más que para ir a mear. Escribía para escapar de aquella oficina alienante y hostil en la que estaba para resolver asuntos inútiles que le importaban un bledo. Escribía para no amodorrarse del todo. Para sobrevivir, como había hecho siempre.

Los otros creían que se concentraba en la tarea idiota para la que le habían contratado. Egaña tenía debajo del ord, por si se acercaban, un informe infumable que simulaba leer desde hacía dos días. Su sueldito dependía de que no descubrieran lo que pensaba ni lo que era. Dependía de su habilidad para esconder el profundo hartazgo que sentía hacia las batallas por el poder que se celebraban con gran educación en la sala de reuniones, hacia el teatrillo de personajes secundarios obligados, al igual que él, a hacerse pasar por profesionales responsables y motivados.

Tenía 46 años y le humillaba la conciencia de ese fingimiento, pero se obligaba a teclear unas líneas clandestinas y se le pasaba un poco el dolor.

Pronto tendría que irse de su casa. Lo había estado retrasando con argumentos de conveniencia (no tenemos dinero para separarnos, no quiero alejarme de mis dos hijos, tratemos, aunque sea, de vivir como compañeros de piso), pero no funcionaba. No es posible ser menos de lo que se ha sido sin pagar el precio de la decepción. Egaña ya no era querido. Había bajado de precio y de valor. Estaba en liquidación.

Le dolía la espalda de dormir en una colchoneta de Ikea, le dolía la indiferencia de su mujer, sus miradas de desagrado, sus raciones de comida solo para tres. Pero lo peor era la sensación de irrelevancia. No le necesitaban, no le reclamaban. Ellos se arreglaban bien sin él. Pedro Egaña era el invitado que estaba retardando demasiado su salida. El mueble que su mujer apartaba cuando pasaba la aspiradora. El señor de marrón que vivía en casa de Gila.

De repente se había quedado sin sitio en el mundo. Sin familia, sin aliados, sin un trabajo alentador que le sirviera de apego y de coartada.

Los problemas habían llegado todos a la vez, con furia.

A menudo se preguntaba si no habría algo salvador en ello, si la conjunción de dificultades que le tocaba atravesar en ese momento no sería una gracia en vez de un castigo.

Quizás el universo, o Dios, o quien fuera que estuviera al mando, velara por él después de todo, y ya había desencadenado la lenta explosión que destruiría la prisión síquica de la que era incapaz de escapar por sí mismo. Siempre había tenido esa extraña sensación de ser observado.

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