Guardianes del sueño
Las historias de piratas son casi tan viejas como el propio latrocinio. La política del pillaje, del saqueo y del hurto nació con el ser humano, y ha sido también una materia recurrente en la literatura, empezando por la clásica, porque los piratas ya asomaban tanto en la Ilíada como en la Odisea de Homero (¡hace 3.000 años!), aunque el primer autor que utilizó la palabra pirata (peirato) fue el historiador griego Polibio, allá por el año 140 a.C.
A partir de ahí la realidad y la ficción se fueron diluyendo para conformar una imagen distorsionada y romántica de un perfil estrechamente ligado a lo criminal, a lo ilegal. Curiosamente esos perfiles surgieron cuando la piratería era cosa del pasado o, en el mejor de los casos, menguaba. Exceptuando a unos pocos, entre los que podríamos citar al autor francés Alexander Olivier Exquemelin (aunque no escribió ficción), al inglés Daniel Defoe (El capitán Singleton) o a los españoles Lope de Vega (La Dragontea) y Cervantes (en El Quijote asoman piratas turcos), el resto de autores escribieron sobre un tema del pasado, lo que les permitió dar rienda suelta a su imaginación. De ahí fueron surgiendo historias y personajes que poco o nada tenían que ver con la realidad que imperó durante siglos en el círculo de los saqueadores, pero facilitaban la identificación del lector con el pirata.
En mi caso fue una horda de malvados virus la que me empujó hacia la literatura, y la casualidad quiso que lo hiciera de la mano de El corsario rojo, de Fenimore Cooper. Un regalo imprevisto que me cambió la vida, o, al menos, el modo de percibirla: podía viajar sin salir de mi habitación. Tras ese regalo llegó otro, y con él mis gustos quedaron definitivamente ligados al género de aventuras. Se trataba de un ejemplar de La Isla del tesoro, de Robert Louis Stevenson, una edición de Editorial Orbis, si mal no recuerdo, quizá el libro más representativo de la ficción pirática (aunque algunos de los personajes que aparecen en el libro existieron). Desde la primera hasta la última página, La isla del tesoro es una delicia. ¿Quién puede olvidar a Billy Bones en su siniestra aparición, nada más comenzar el relato? “Lo recuerdo como si fuera ayer, meciéndose como un navío llegó a la puerta de la posada, y tras él arrastraba, en una especie de angarillas, su cofre marino; era un viejo recio, macizo, alto, con el color de bronce viejo que los océanos dejan en la piel; su coleta embreada le caía sobre los hombros de una casaca que había sido azul; tenía las manos agrietadas y llenas de cicatrices, con uñas negras y rotas; y el sablazo que cruzaba su mejilla era como un costurón de siniestra blancura. Lo veo otra vez, mirando la ensenada y masticando un silbido; de pronto empezó a cantar aquella antigua canción marinera que después tan a menudo le escucharía: Quince hombres en el cofre del muerto… ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Y una botella de ron!”.
Pocas personas podrían resistirse a un párrafo así. Además, la obra de Stevenson es mucho más que una novela de acción. Se trata del viaje iniciático de un niño, una maravillosa odisea que le arrastra a él y te arrastra a ti, lector, hasta los confines de la moral humana, con la ambición y el dinero como telón de fondo. Diez sobre diez. La obra puede saborearse también en euskera, gracias a la traducción de María Garikano (Literatura Unibertsala, Ibaizabal, 1991).
Otra referencia ineludible que alimenta este “subgénero” desde finales del siglo XIX es Sandokán, el personaje que atrapó al mismísimo Ché en su niñez. Los tigres de Mompracem, Los piratas de la Malasia o El regreso de Sandokán, entre otros, son títulos clásicos que surgieron de la pluma de Emilio Salgari y que ahora parecen retoñar con Regreso de los tigres de Malasia, de Paco Ignacio Taibo (Planeta). Tampoco quiero olvidar la espléndida saga de El corsario negro, otra delicatessen del escritor italiano, ni al capitán Nemo, de Julio Verne, un pirata sui géneris que protagoniza novelas memorables como Veinte mil leguas de viaje submarino o La isla misteriosa. Entre mis favoritos también citaría a Lord Jim y El pirata, de Joseph Conrad, o La expedición del pirata, de Jack London, sin olvidar otros magníficos trabajos, como El capitán Blood (Rafael Sabatini), El pirata, de Walter Scott, o una pequeña joyita de Jorge Luis Borges llamada La viuda Ching.
Pero casi siempre buceamos en mundos lejanos, en aventuras exóticas, y no reparamos en las que acontecieron aquí mismo, en Euskal Herria. Para conocer a nuestros piratas y corsarios (¡sí, los hubo a cientos!), y orillando un poco la ficción, recomiendo los excelentes trabajos de José Antonio Azpiazu (Historias de corsarios vascos y Nuevas historias de corsarios vascos, ambos publicados por Ttarttalo) y un diminuto libro titulado Los vikingos en Euskal Herria (Antón Erkoreka, Ekain), pues fueron ellos (entre otros) los que nos empujaron a conquistar el Gran Azul, recurriendo en ocasiones a la piratería o al corso. Para aquellos lectores que no se conforman con lo evidente, sugiero tres libros: Corsarios guipuzcoanos en Terranova (J. Ignacio Tellechea, Kutxa), Corsarios y colonizadores vascos (Michel Iriart, Ekin) o Basques et Corsaires (Georges Pialloux, J&D Editions).
En euskera los más jóvenes se pueden entretener con los cuentos Ondarruko piratak o Ondarroako piraten abentura berriak, de Ana Urkiza (Ibaizabal), y el resto puede acercarse a novelas como la reconocida obra de Hasier Etxeberria Inesaren balada (Elkar) o Bele beltz pirata, de Eric Larreula (Ibaizabal).
Atendiendo a las últimas publicaciones, el aficionado al “subgénero” podrá alimentar su sed de aventuras con El mar del silencio (Clive Cussler y Jack du Brul), Tierra firme (Matilde Asensi) o Corsario (Tim Severin).
Piratas. De carne y hueso o novelescos. Ladrones del sueño que, curiosamente, me han hecho soñar.
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