Con una novela de Saramago bajo el brazo

Umorezko literaturaAsí en la vida como en la literatura, la lágrima goza de más prestigio que la risa, la tragedia acumula más méritos que la comedia. Toda columna sobre literatura humorística resulta sospechosa y me temo que hay que vestir la mona recurriendo a los clásicos para dotar de una cierta seriedad al escrito. La primera tentación es recordar que ‘El Quijote’ es, antes que nada, una humorada y, en esa línea, seguir hasta las últimas tendencias que apuntan a que Franz Kafka fue, en primer término, un grandísimo escritor cómico. Para aclararnos, me gustan las novelas que te hacen llorar de risa. La aclaración no es baladí: la inteligente sonrisa, fruto de la complicidad con el autor y que se formula con la ceja enarcada, también goza de mucho más prestigio que la carcajada desatada. Viene a ser como lo del fino erotismo y la procaz pornografía, para entendernos.

Volviendo a la obra de Cervantes, veamos: “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor…” etcétera. De una belleza marmórea, sí, pero ¿hilarante? Pues no mucho. Por el contrario: “Habíamos salido a ganar; podíamos hacerlo. La, valga la inmodestia, táctica por mi concebida, el duro entrenamiento a que había sometido a los muchachos, la ilusión que con amenazas les había inculcado eran otros elementos a nuestro favor. Todo iba bien; estábamos a punto de marcar; el enemigo se derrumbaba. Era una hermosa mañana de abril, hacía sol y advertí de refilón que las moreras que bordeaban el campo aparecían cubiertas de una pelusa amarillenta y aromática, indicio de primavera. Y a partir de ahí todo empezó a ir mal: el cielo se nubló sin previo aviso y Carrascosa, el de la sala trece, a quien había encomendado una defensa firme y, de proceder, contundente se arrojó al suelo y se puso a gritar que no quería ver sus manos tintas de sangre humana, cosa que nadie le había pedido, y que su madre desde el cielo, le estaba reprochando su agresividad, no por inculcada menos culposa. Por fortuna doblaba yo mis funciones de delantero con las de árbitro y conseguí, no sin protestas, anular el gol que acababan de meternos”. Corresponde al inicio de ‘El misterio de la cripta embrujada’, de Eduardo Mendoza. A principios del siglo XXI, la pregunta ya no es qué libro te llevarías a una isla desierta  -por otra parte, un concepto extinto a manos del turismo de masas-, sino cuál seleccionarías para que te acompañara durante un preoperatorio.

Hay libros que por sí solos han hundidos editoriales. Otros, las han salvado. ‘La conjura de los necios’ salvó Anagrama. Hasta que publicó la novela de John Kennedy Toole las finanzas de la editorial no estuvieron saneadas. Apareció en castellano en 1982 con una tirada de 4.000 ejemplares. A día de hoy, lleva 80 ediciones. Su autor se había suicidado tres años antes y, como dijo el editor catalán, “los cadáveres son difíciles de promocionar”. No hizo falta porque cada uno de sus lectores se convirtió en su mejor propagandista. El famoso boca-oreja hizo el resto.

Ya que estamos, habría que preguntar a Herralde por el papel que ocupa en sus balances el éxito de ‘Wilt’ y, por extensión, del resto de la obra de Tom Sharpe. Cómo olvidar los implacables interrogatorios policiales que soporta impasible el insignificante profesor de instituto, forjado en el arte de la paciencia infinita a manos de sus alumnos. Y sin salir del ámbito del  humor británico, ni del de la docencia, hay que citar a David Lodge, que en novelas como ‘Intercambio’, ‘La vida es un pañuelo’ o ‘La vida en sordina’ disecciona el ámbito universitario, a mi juicio, la institución más surrealista de cuantas soporta el mundo moderno, lo cual ya es decir bastante. A ‘La patria de todos los vascos’, de Iban Zaldua, me remito.

Ahora, un puñado de pequeñas editoriales se han hecho fuertes en el terreno del humor. El sello Impedimenta acaba de publicar ‘El cristiano mágico’, de Terry Southern, una desopilante sátira sobre la infinita capacidad del ser humano a la hora de degradarse a cambio de dinero. Y qué decir de Blackie Books que tras recuperar a Jardiel Poncela, ha hecho lo propio con  ‘Los millones’, de Santiago Lorenzo, sobre los desvelos de un miembro de los Grapo agraciado por la Lotería, pero que no puede cobrar el premio por carecer de DNI; o ‘Lamentaciones de un prepucio’, de Shalom Auslander, una diatriba contra los preceptos religiosos y los miedos que acompañan su infracción; o ‘Tres hombres en una barca’, de Jerome K. Jerome, otro apoteosis del humor británico, casi una obra fundacional, podríamos decir.

En definitiva, como dijo Ignatius Reilly, “el humor es una cruzada contra la absurda fragilidad de la existencia y sus desmanes”. Cuando es bueno, no hay nada tan profundo como el humor, desconfía de los gestos apesadumbrados. Ya lo dijo con otras palabras el detective zumbado de las novelas Mendoza: “Con estas hogareñas prendas y una novela de Saramago bajo el brazo había hecho creer a su marido y a la servidumbre que se iba a dormir”. Pues eso.

 

Alberto Moyano

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