Miembros perdidos
Todo aquel que, tal y como decía Julio Cortázar, dedique aunque sea una décima de segundo a pensar su vida, es consciente de que la propaganda hace ingerir –literalmente–, comprar, perseguir cosas que no se quieren, que no se necesitan, que ni siquiera sabíamos que podían existir. Puede hacer, incluso, que busquemos, que compremos, que ingiramos algo que puede llegar a ser dudoso para nuestra salud. Pero un insecto tan omnívoro como la propaganda no puede limitar así sus objetivos, pasa a una segunda fase en la que convence a cientos de personas para acudir en masa, siempre bajo un mando muchas veces de tambaleante capacidad intelectual, a una invención humana llamada guerra, en la que en el mejor de los casos pierden meses o años de vida, con menos suerte, un miembro o la visión de uno o ambos elementos oculares, y sin ninguna clase suerte, la propia vida. Desde que el ser humano habita la tierra, nos cuentan, hanexistido las guerras, pero podemos intuir que no tan irregulares como las que conocemos, en las que alguien decide que otros mueran por intereses cuando menos sospechosos, a pesar de que los llamados soldados tiendan a pensar, otra vez la propaganda, en conceptos tan deshilachados como, por ejemplo, el honor. Y así van muriendo unos cuantos.
Claro que siempre que la vida pende de un hilo, que personas jóvenes, sin enfermedad alguna, atléticos incluso, se colocan a un segundo de la muerte, ahí entra la literatura. Y aunque cueste reconocerlo, no han sido pocas las ocasiones en las que narraciones, novelas o poemas han contribuido a ese tipo de propaganda de la que hablábamos. Así pues, encontramos libros que analizan el fenómeno de la guerra desde dentro, sin apenas salir de él. Y como en otra ocasión hablamos del famoso texto de Guerra y paz, dejémoslo ahora y pasemos a mencionar títulos como El general en su laberinto, de Gabriel García Márquez o El desierto de los tártaros, del escritor italiano DinoBuzzati, una absurda recreación del sistema militar en plena guerra.
Una extensa narración sobre las guerras de banderizos en nuestro entorno es la que podemos leer en Gorrotoa lege, de Jon Etxaide y, no muy lejos de estos términos, se puede disfrutar de la lectura, sobre todo los lectores más jóvenes, de Amaya o los vascos en el siglo VIII, de F. Navarro Villoslada.
En Cuentos de civiles y soldados, de Ambrose Bierce, al menos en la mitad de los relatos, nos lleva con una maestría a la que deberíamos mostrar gratitud, a los campos de batalla de los Estados Unidos.
Sobre la Guerra Civil de 1936 se ha escrito mucho, demasiado en opinión de alguno; solamente citaremos tres ejemplos, muy conocidos en los últimos años: El lápiz del carpintero, de Manuel Rivas, Los girasoles ciegos, del fallecido Alberto Méndez o Soldados de Salamina, de Javier Cercas.
También podemos encontrar libros en los que no aparece la guerra como tal, pero se materializa como telón de fondo o incluso como motor de lo que viene después. Es evidente el ejemplo de El gran cuaderno, de Agota Kristof o Belarraren ahoa (El filo de la hierba), de Harkaitz Cano. Es posible que no debamos olvidar los libros de Ramón Saizarbitoria, Gorde nazazu lurpean (Guárdame bajo tierra) sobre todo.
Quizá no esté demás, para acabar, mencionar otro tipo de literatura, algo como la novela gráfica Maus, de Art Spiegelman o los discos de Joseba Tapia Agur Intxorta maite o Eta tira eta tunba, repletos de piezas literarias escritas por los propios protagonistas de las guerras Carlista y Civil.