Tercer capítulo del libro “Solitude” de Juan Lekue

Un par de horas más tarde, los metieron en barcazas, de treinta en treinta, junto a sus equipajes, y los llevaron hasta la isla de Ellis.

Jean Claude y Lucille permanecían en el muelle junto a otros pasajeros que también habían llegado en La Touraine. Todos los que les rodeaban eran del steerage: los de la tercera clase y los que viajaban en el entrepuente. Sin embargo, una situación tan extraña como incómoda tenía lugar en el mismo muelle, el control de pasajeros se estaba retrasando y no podían avanzar porque un grupo de emigrantes colapsaban el acceso. Eran ciento cincuenta hombres y mujeres vascos que habían llegado en el mismo liner6 en cabina de 2ª clase, una circunstancia insólita, ya que los pasajeros de cabina desembarcaban directamente en los muelles de New York sin tener que pasar por los controles de la isla de Ellis. Durante el control previo en La Touraine, los oficiales de inmigración se mostraron incapaces de entenderlos y dieron muestras de un patente nerviosismo mientras los pasajeros aguardaban en el vapor sin saber qué tenían que hacer. Les preguntaron, uno por uno, por su nombre, la nacionalidad, la edad, el oficio: “Name?, nationality?, age?, occupation?”. Al cabo de una hora, en la que la desesperación se había apoderado de sus ojos, algunos oficiales comenzaron a interrogarlos en alemán, español y francés, pero no lograban entenderse con ellos. Solo hablaban en una lengua que los inspectores desconocían. Un supervisor general llegó para ver qué sucedía con aquel inesperado retraso y los oficiales le comunicaron que sospechaban que los ciento cincuenta pasajeros tenían la intención de entrar en los Estados Unidos violando la Ley de Contrato Laboral.

No se les ocurrió otra idea para salir de aquel atolladero sin aras de solución en el que estaban inmersos. Esa fue la razón por la que decidieron, finalmente, que fueran enviados a la isla de Ellis para pasar un control de entrada más exhaustivo, pero el obstáculo del idioma seguía presente y no tenía aire de poder arreglarse con facilidad.

Se acercó uno de los oficiales y preguntó en inglés y luego en francés de dónde eran. Jean Claude levantó la mano: “Nous venons de France”7. Y sacó de sus bolsillos el dinero que les quedaba, unos sesenta dólares al cambio. Eso les había dicho Henri Solaun que hicieran, era el dinero mínimo para poder entrar. Henri también les preguntó si tenían alguna carta de parientes o amigos que ya viviesen en el país, lo que facilitaba el paso en el control. Sin embargo, no tenían cartas de nadie, no conocían a nadie en aquel país. Les hubiera dado igual ir a Buenos Aires, a Montevideo o a México, pero el
agente Adolphe había dicho que no era posible, y decidieron que irían a New York o cualquier parte del mundo lejos del hambre. Entonces Henri les dio un papel: “Enseñadlo en el control cuando os pregunten por algún conocido, dirán friend o relative, amigo o pariente, recordadlo, y, una vez os
den el permiso de entrada y salgáis de la isla, estad atentos, habrá una persona que preguntará por vosotros. Siempre lo hace, cada vez que llega un barco. Se llama Aguirre, Valentín Aguirre, él os ayudará, no lo olvidéis –les dijo–, es el dueño de la pensión que aparece escrita en el papel. Quizá nos volvamos a ver, estaremos en New York un par de días antes de volver a zarpar”.

El oficial hizo un gesto para que lo siguiesen. Se introducían en un mundo hasta entonces inimaginable, jamás habían visto nada igual y jamás volverían a verlo. “Esto es el infierno –le dijo a Lucille–, hay que salir de aquí y no volver, ni siquiera muertos, da igual que tengamos pecados, no iremos al cielo pero nunca regresaremos a este pozo de locos”.

Conforme entraban en el edificio se giraron al oír el alboroto que iba creciendo en ruido y tamaño en el muelle que ellos acababan de abandonar. No sabían qué estaba sucediendo pero, antes de que el oficial que los recibió en francés les conminase a seguir avanzando, pudieron ver otra vez a los ciento cincuenta vascos haciendo gestos y moviéndose impacientes en el atracadero. Había entre ellos quienes vociferaban, otros miraban desconcertados, otros irritados, y también los que afirmaban con la cabeza, sin entender qué les decían, como si fuera un acto de reconocimiento, como si hubieran escuchado alguna vez en su vida sonidos parecidos, palabras que se asemejaban a las suyas, abrían la boca y hacían gestos pero seguían sin entenderlos: “Starting point?, destination?, who cares for you?, money?”8. No podían formalizar los trámites de entrada al país y la fila de inmigrantes esperando se alargaba cada vez más, en un trance desgarrador.

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