Pueblos amurallados Guardianes de piedra

El aire, fino y mesurado, nos revuelve el cabello mientras la vista se pasea por los campos de un verde brillante y se tropieza inevitablemente con el caserío de Artaxoa [Artajona]. Encaramados a una de las torres que se mantiene en pie orgullosa, dando forma al cerco de murallas que apuntala el cerro, podemos percibir en ese aire cierto regusto histórico mezclado con el polvo seco que los cascos de los caballos del conde Lerín levantaron en su afán por conquistar la antigua población. Las mujeres lo rechazaron a pedradas desde las almenas, pero el empeño del conde y sus sucesores hizo caer finalmente a la villa. Poco queda de la muralla original, las obras de restauración han sido las que nos han devuelto su aspecto, pero conserva su ímpetu y figura imponente.

No muy lejos de allí, las cabezas dentadas de las torres de Erriberri-Olite, en lo más alto de la ciudad, destacan en el horizonte. El castillo recogido a su abrigo, construido por Carlos III el Noble, es fastuoso y de factura caprichosa. Están hilvanadas las almenas con las murallas más antiguas que se conservan en uso. De factura romana, con casi dos milenios de antigüedad, se entretejen con los muros traseros del viejo palacio de los Teobaldos, del siglo XIII, o con la base del campanario de Santa María, la Torre del Chapitel. Era práctica habitual la reutilización de las piedras, con el consiguiente desmontaje de la fortificación, o la integración en otros edificios. Es por ello que de las más de cien villas fortificadas que se construyeron en la Edad Media en tierras vascas, apenas un puñado de ellas puedan ser recorridas en la actualidad. No hay más que asomarse a Labraza, un cerro inexpugnable en los contrafuertes de la sierra de Toloño. Aparecen, aún altivos, cinco de los diez torreones que la escoltaron. Acabadas las guerras y el interés militar, la sinrazón y los vecinos fueron cambiando su fisonomía volviéndola irreconocible y desaparecida en multitud de tramos.

Mejor suerte ha corrido la muralla de Guardia [Laguardia] que conserva su aire militar y bella estampa de sillar. Los pasos resuenan en sus calles estrechas, y el eco se escapa por las puertas viejas de la ciudad, la de Mercadal, al sur; la de Santa Engracia, que llevaba hacia el puerto de Toro; y la espectacular de San Juan, junto a la iglesia homónima. Y qué decir de las de Viana, fortaleza fronteriza fundada por voluntad de Sancho VII el Fuerte de Navarra. Los gruesos paredones, que el sol torna de un dorado escandaloso, acogen la ronda de vigilancia desde la que se divisa con claridad Logroño. Veinticinco torreones y un castillo inexpugnable atesoró en sus buenos años, cuando a sus pies murió César Borgia, hijo del Papa Alejandro VI y cuñado del rey navarro. Y del esplendor de Bernedo hablan las crónicas a falta de estructuras visibles que lo puedan atestiguar. Apenas un torreón y el magnífico portal de la Sarrea quedan en pie de aquella magnífica estructura defensiva de proporciones monumentales…

Hubieron de hacer frente a batallas cruentas, artimañas destructivas, bombardeos y ataques cuyo fin era romper su resistencia épica. Y si no que se lo pregunten a los paredones de Hondarribia, que aún recuerdan los sangrientos asaltos y asedios. Las primeras piedras se colocaron en el siglo XIII, si bien las partes más monumentales datan del siglo XVI. Se edificaron los grandes baluartes de San Nicolás y de la Reina, se formaron el cubo Imperial y el de Leiva, y se abrieron fosos. Nació también entonces la plaza de armas de uso militar. La prueba de fuego fue la Revolución Francesa y las enormes brechas que abrieron en la fortificación las cargas explosivas.

Las fortalezas vascas sobrevivieron a  tiempos de conquistas, de poderes feudales y ejércitos enemigos, como el de Ricardo Corazón de León, quien asaltó con éxito el fabuloso donjon, la gran torre que presidía la cima de Gaztelumendi, la actual Donibane Garazi. Ejercía de guardián de los puertos en aquel siglo XII que vivió las grandes oleadas de peregrinos a Santiago. Su cerco amurallado se denominaba el Burgo de Santa María y dos de sus puertas, la del Mercado y la de Francia, de arco gótico, se conservan en la actualidad. Lejos de fronteras que defender y cruentas contiendas, la vizcaína Urduña contó también con un modesto cerco amurallado que protegía la existencia de un próspero centro caravanero. Su rastro se percibe con claridad en el oscuro portal abovedado por el que se desciende desde el ayuntamiento hacia la iglesia de Santa María. En las grandes puertas de las calles Burgos y Zaharra montaban guardia los vecinos dispuestos a impedir la entrada a enfermos contagiosos o paupérrimos caminantes llegados de otros lares.

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