Adelanto del libro “Grandes puertos de los Pirineos” de Antonio Toral
Si hay un puerto en el mundo representativo de la esencia del Tour y que escenifica, como ningún otro, los valores que durante más de un siglo han hecho grande esta carrera, ese es, sin ningún género de dudas, el Col de Tourmalet. Puerto emblemático cuya traducción al castellano sería camino de mal retorno y cuyo nombre en francés ya contiene la primera palabra –Tour– de la denominación con que nos referimos oficialmente a la competición ciclista por antonomasia.
Podríamos emplear multitud de calificativos para describir lo que ha supuesto este paso de montaña en la historia del ciclismo, pero seguramente los superlativos se quedarían cortos. Podríamos comparar su longitud, dureza, altitud o belleza con otras grandes escaladas que han nacido después en Tour, Giro, Vuelta y otras carreras de un día o por etapas, pero pecaríamos de injustos. Porque el Tourmalet es el Tourmalet, y su mística es simplemente incomparable. Esta fue la primera gran escalada, ya no solo del Tour de Francia, sino también de la historia del ciclismo en su conjunto. En él se han vivido cientos de enfrentamientos épicos y gestas heroicas, más que en ningún otro puerto del planeta. Cada metro de esta escalada está repleto de leyenda, voluntad, sacrificio, gloria y agonía de los hombres que, de forma casi ininterrumpida, lo han escalado en competición a lo largo de más de un siglo.
La fábula del Tourmalet trasciende mucho más allá de lo que representa el mito deportivo y simboliza, como ninguna otra escalada, la lucha del hombre contra la adversidad y los desafíos constantes a los que este debe sobreponerse durante su existencia.
Los primeros ciclistas que a principios del siglo pasado se enfrentaron a él no lo hacían solo a un puerto, sino también a un medio casi inexplorado, percibido como lúgubre, gris y oscuro, en el contexto de un tiempo en el que el ciclismo no desafiaba a las montañas, un tiempo en el que este entorno resultaba inhóspito y suscitaba mucho más miedo que deseo. Decidir escalar hasta su cima –de 2.115 m de altitud– a lomos de una bicicleta, artilugio visto en aquella época como débil e inestable, era poco menos que una osadía, un desafío a los límites del esfuerzo humano, y una burla a la lógica que regía las leyes más básicas de la naturaleza.
Decidir afrontar aquel desproporcionado reto por una carrera ciclista que aún se hallaba en su fase más incipiente, solo podía ser fruto del empeño de un visionario adelantado a su época y a su tiempo. Un revolucionario de los que en el curso de nuestra evolución se ha servido nuestra especie para cambiar en ocasiones el rumbo de la historia. Y el Tour de Francia, como fenómeno que ha ido mucho más allá de lo deportivo, también contó con su particular iluminado. Este quimérico personaje fue el ingeniero, periodista y ciclista de origen luxemburgués Alphonse Steines,
mano derecha de Henri Desgrange, fundador de la carrera en 1903. Steines vivía obsesionado con la idea de que el Tour atravesara las montañas más altas de Francia, empezando por los Pirineos. Aquel sueño –cercano al delirio y la locura– no era del agrado de Desgrange, que lo veía con una mezcla de entre temor y escepticismo. Pero el propio Steines se encargaría de reconocer él mismo en persona el terreno durante el crudo mes de enero de 1910. Viaje que casi le cuesta la vida, quien hubo de ser rescatado con hipotermia de entre la nieve que cubría por aquellas fechas la montaña, pese a lo cual certificaría que los collados que la carrera debía superar en julio eran “perfectamente transitables por los ciclistas”.
La cuenta atrás se había iniciado, la idílica relación entre el Tour de Francia y las grandes escaladas era ya un hecho casi consumado, un acontecimiento irrefrenable que se plasmaría en aquella legendaria etapa entre Bagnères-de-Luchon y Baiona, el 21 de julio de 1910, con 326 kilómetros de recorrido.
Esta etapa, clásica en la historia de la Grande Boucle, se ha recorrido posteriormente en multitud de ocasiones, de este a oeste y viceversa, uniendo, al igual que en su primer episodio, los cols de Peyresourde, Aspin, Tourmalet y Soulor-Aubisque.
Aquella concatenación terrorífica de puertos –el llamado Círculo de la muerte– nunca vista hasta el momento, hizo que Steines se granjeara los famosos improperios que Octave Lapice le propinó en la cima del Tourmalet. El ciclista montó en cólera al llegar arriba, y tildó de asesinos a quienes habían consentido que la carrera llevara a los ciclistas a realizar aquella espiral homicida….