Alejandro Fernandez: “Cuando uno lee sobre alguien con el que se identifica, se siente más acompañado. Menos pirado. Menos solo”

Aversiones.jpgAlejandro Fernandez AldasoroNacido en Bilbao y residente en Donostia, Alejandro Fernández Aldasoro trabaja como creativo freelance. Tras sus dos primeras novelas, ambas finalistas del Premio Euskadi, ahora saca a la luz Aversiones, una recopilación de relatos en los que a través de un variopinto elenco de personajes nos habla sobre el miedo a desnudarnos por dentro.

Anteriormente has publicado dos novelas en las que has tirado por el género negro. En esta ocasión has optado por relatos breves. Supone un cambio, aunque se podría decir que el tono general es también bastante negro.

Hay escritores que deciden escribir sobre esto y sobre aquello. Dicen: el año que viene, una novela de amor. O una histórica, acerca de un personaje famoso. Yo no. Yo escribo de lo que me sale, cuando me sale, y si es que me sale. Me puedo tirar un año sin escribir una línea. No tengo la sensación de elegir nada. A menudo pienso que eso me convierte en un impostor.

Al igual que Lucio Egaña, el protagonista de tu primera novela Un viajante, los protagonistas de estos relatos protagonistas sufren crisis existenciales frente a las que luchan sin saber hacia dónde tirar.

Y me temo que así serán los siguientes, si los hay. No me interesan las historias: Un señor va a un sitio y le pasa algo y conoce a una señora y van a otro sitio donde hacen una cosa muy literaria y muy extraordinaria. En general, me aburro. Me interesan las personas, y no todas. Prefiero aquellas que están en esa franja de incomodidad en la que no sirve lo de antes pero no hay nada nuevo que lo reemplace. Las que ya no pueden seguir engañándose y se han metido en el túnel de mierda de la revisión personal. Las que se resisten a cambiar y ya están al límite de sus fuerzas, o las que ya están cambiando y no tienen certezas. Esas personas que viven su vida como si fueran un animal sitiado son las más interesantes. Esas personas, y esos personajes. Si quieres, cuéntame como te sientes de verdad, pero, por favor, te lo ruego, no me cuentes tus emocionantes vacaciones en Panamá.

Vuelve a ser otra constante tu interés por contarnos tragedias íntimas sobre personajes que viven buscando saber quiénes son, y sufren en el camino.

Decía Coetzee que escribir es hacer informes sobre la experiencia humana íntima. ¿Para qué? Para conocerse a uno mismo y, si es posible y da tiempo, para sanarse. Y para compartirlo con personas que estén en lo mismo, por si les vale, o por si les ayuda a pasar el rato más entretenidos. Cuando uno lee sobre alguien con el que se identifica, se siente más acompañado. Menos pirado. Menos solo.

Hay una frase en la que resumes el alma de estos escritos: “En la vida, lo que de verdad importa es superar las fronteras personales”.

Es que, por más que busco, no le encuentro otro sentido. Entiendo la vida como un plan de estudios. Ponle que hay 50 asignaturas. Algunas las superas con facilidad, otras te cuestan mucho, no hay forma de aprenderlas, y entonces las aplazas. Pero te salen al paso continuamente. Por eso en cada persona se repiten siempre los mismos errores, las mismas derrotas, incluso las mismas enfermedades. Una y otra vez, como si fueran una condena. Hay que superarse. No hay alternativa.

Eres publicista. ¿Qué tiene que ver hacer anuncios con escribir relatos?

Poco. Tiene mucho más que ver ser el padre de dos hijos pequeños. El sacerdocio de la crianza no te deja tiempo para novelas de 500 páginas. Es una pérdida de tiempo constante. Tienes 20 minutos aquí, media hora allá, un rato a la noche, antes de caerte dormido de puro cansancio. Imposible concentrarse. Hay padres que salen a correr para escapar aunque sea una hora de sus opresores. O se piran a un curso de costura. O a donde sea. Yo escribo el título y el primer párrafo de un relato, si estoy inspirado. He tardado dos años en escribir 140 páginas. Y con dos críos peleándose en casa por la televisión, me parece un logro mucho más importante que subir al Everest.

La mayoría de los personajes tienen alguna tara o patología que los convierte en bobos, aburridos o mediocres. Perdedores, en definitiva.

No lo veo así. Hay un tío con el que coincido en el bus. Todos los días, baja por la puerta de atrás, pasa el dedo por la matrícula y luego se limpia el polvo con el pañuelo. ¿Por qué hace eso? Ni idea. Una chica del trabajo de lo más sensato le ha dado a sus 40 años, y ocupada como está, por fabricarse su propio detergente porque dice que el que nos venden está lleno de sustancias peligrosas para la salud. Yo mismo me negué a publicar este libro hace un par de meses. De repente, me pareció mediocre e insignificante y me sentí incapaz de pasar por la exposición pública de la promoción. Todo el mundo tiene sus neurosis y sus fracturas. Unos son conscientes y la mayoría, no. Pero a mí el tarado de verdad me parece ese que presume de ser muy normal. Es el que un día se sube a una azotea y se pone a pegar tiros.

Sorprende la capacidad de describir el alma de los personajes, sus anhelos y miserias (“el aterrador proceso de conocerse, a desnudarse por dentro”, escribes). Realizas auténticas disecciones mediante las cuales el lector no puede evitar empatizar, incluso en ocasiones, identificarse con alguno de ellos.

Bueno, es mi tema. Yo no he trabajado de corresponsal de guerra ni de bombero ni de investigador privado, no me han pasado cosas interesantes, apenas he viajado, no tengo una gran cultura, no tengo opinión de los temas de actualidad. Pero creo que entiendo de personas, porque he sido un lector de supervivencia. He leído mucho, no por placer o por acumular conocimientos, sino para intentar comprenderme. Eso me ha dado un cierto autoconocimiento, que es tanto como decir que me ha dado un cierto conocimiento de los demás. Me es muy fácil identificar en los otros las trampas al solitario y los trucos para huir de la soledad que he utilizado yo antes. Todos mis personajes representan distintos aspectos de mí. Es lo que le pasará a todos los escritores, digo yo.

Los títulos de los cuentos ya dejan vislumbrar el tono de humor e ironía que desprenden los relatos. Encontramos referencias literarias (El viejo y el bar…), de cuentos clásicos (Cericienta, Jokin Jon Crusoe…) o cinematográficas (La mandarina mecánica, Telmo y Luis…).

Eso sí está relacionado con mi oficio. Los títulos son los anzuelos con los que trato de seducir al lector, como se hace en la publicidad. En realidad es un truco muy viejo. “Los extremeños se tocan” es una obra de teatro de 1926. ¡1926! Luego Pajares hizo una película en 1970. La serie Aida creo que también hace esos juegos. También le dan ese tono humorístico con el que trato de compensar los temas que trato. Para distanciarme un poco. Tragedia más tiempo, o más distancia, es igual a comedia. Solo me tomo en serio a los que se ríen de sí mismos, y hay que dar ejemplo.

En los relatos aprovechas para opinar abiertamente sobre temas como la locura, las obsesiones, la paternidad, la educación, la dislexia… ¿Te interesan especialmente?

No especialmente. O sí, no sé. No me interesa la paternidad, pero no aguanto a los que tratan de aparentar que les interesan tantísimo sus hijos y luego tienen a los abuelos esclavizados, cuidando de ellos. No me interesa la enseñanza, pero me dan ganas de quemar libros de sicopedagogía cuando me hacen llegar unos informes de la ikastola con un rollo de educación en valores y convivencia y respeto al diferente, y luego mi hijo tiene que tocar, por cojones, aunque no le guste, en la tamborrada. Me interesa desenmascarar. Yo seré un impostor, pero vosotros también.

¿Algún nuevo proyecto entre manos?

Siempre que acabo un libro tengo la sensación de que ya está, esto es todo lo que tenía que decir, se me ha acabado el rollo. Y efectivamente paso un año o dos sin escribir una palabra. Y de repente un día me pongo, a lo que salga. Pero tal vez esta sea la buena y Aversiones sea mi último libro. Desde luego, ni se me pasa por la cabeza volver a escribir. Qué pereza.

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