Arde MADRID

A pesar de sus restaurantes chic et choc de Chueca, a pesar de su CaixaForum y su Casa Encendida (la casa de cultura tomó prestado para su nombre un verso de Luis Cernuda), Madrid sigue siendo esa olla de lentejas de Las  bicicletas son para el verano a la que cada inquilino hurta una pequeña cucharada en la cocina antes de ser servida en el salón -ya puro caldo sin tropiezos-. Han mermado los cafés y sus tertulias han sido desplazadas por las conversaciones a ultramar de los locutorios o la conspiración callejera de jóvenes subsaharianos. El anís a granel ha dejado paso al té paquistaní. Pero siempre nos quedará (¿siempre?) La Venencia, en la calle Echegaray, con su aroma de anteguerra, su madera vieja y sus polvorientas botellas de fino y de jerez.

Uno echa de menos, eso sí, a ese padre de Las bicicletas… de Fernando Fernán Gómez, bromeando con sus hijos sobre el futuro mientras se toman una horchata y no han de preocuparse todavía por canjear vino aguado por bacalao: sábanas blancas en los patios, luminosidad; aún no ha llegado el alzamiento, aunque se presienten los cuarenta años sombríos (“A saber cuándo habrá otro verano” rezonga este sensato padre de familia). También a la película de Chávarri asoma la  ítica cuesta de Moyano, sus casetas llenas de libros que harán las delicias de cualquier sumiller literario. Daremos allí con algún libro de bolsillo de Javier Marías, anglófilo impenitente y madrileño de pro: Todas las almasCorazón tan blanco o El hombre sentimental, novela que acaba con un suicidio en Madrid. Marías nos describe cómo “caía la lluvia como cae tantas veces en la despejada Madrid, uniforme y cansinamente y sin viento que la sobresalte, como si supiera que va a durar días y no tuviera furia ni prisa” y se permite ironizar con ciertas verdades que irritarán a más de uno: “Oye, diles que San Sebastián es una ciudad que la hicimos los madrileños, cojones, que íbamos a veranear allí y se la empaquetamos a los del lugar con lazo y todo, si no de qué iba a ser tan bonita”.

El de Las bicicletas… era un Madrid más apagado que años después buscaría la transición en las luces de neón y en las chaquetas rojo-alterne de las películas de Almodóvar. La lucha entreAquel Madrid que cantaba Conchita Martínez y Este Madrid que cantaba Leño. Aún hay bares que pinchan canciones de la movida, más allá de la geografía de Alaska. Han cantado a Madrid:Mecano, Burning, Barón RojoMikel Erentxun, Antonio Flores (“el mar dentro de un vaso de ginebra…”). Bitoriano Gandiaga le dedicó todo un libro de poemas: Uda batez MadrilenAriel Rotveía Geishas en Madrid e incluso Nat King Cole popularizó una romántica melodía dedicada a la ciudad. Mucho antes de que Raúl Guerra Garrido reivindicase que La Gran Vía es Nueva York,Radio Futura vislumbró el primer africano que recorría la espina dorsal del centro madrileño: “tras un signo de vida voy, no sé quién soy, ni dónde nací…”. Por mucho que Luis Antonio de Villena afirme en uno de sus libros que Madrid ha muerto, los noctámbulos gozarán de la noche de Madrid.

Imposible no sentirse vigilado por los espíritus de LopeGóngora o Cervantes. Imposible olvidar el Madrid de Valle Inclán y su Max Estrella o la iniciática El árbol de la ciencia de Pío Baroja.

Imposible no recordar Tiempo de silencio de Luis Martín Santos. Imposible no gozar y sufrir viendo cómo se las gasta la ciudad con algunos que acuden a ella para probar suerte (lean el dietario Liquidación por derribo de Miguel Sánchez-Ostiz). Madrid, como todo centro político que se precie, es una ciudad querida y odiada a partes iguales: Javier Cercas, en su obsesiva crónica sobre el 23-F Anatomía de un instante, radiografía algunos de los eventos claves que se desarrollan en el pérfido estómago del poder.

Amanece en Madrid y la ciudad nos obsequia inesperadamente un momento irreal. A deshoras, toda calle de toda gran ciudad puede brindarnos un momento íntimo: “Tras un signo de vida voy, no sé quién soy, ni dónde nací…”.

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