Grandes islas del Maditerráneo. MOSAICO DE CULTURAS

Todos tenemos un estereotipo de Sicilia en la cabeza: un hombre siniestro susurrando al oído de otro de aspecto patibulario “…que parezca un accidente”. Pero muchos menos sabrían decir cómo es la mayor isla del Mediterráneo.

Es verdad, los mafiosos existen, siguen con sus andanzas y mejor no tener encuentros con ellos. Aunque los amantes del mito pueden pasearse por los pueblitos de Corleone o Prizzi, Sicilia reúne atractivos mucho mejores. En lugar destacado, el volcán Etna, de 3.323 metros de altitud y todavía activo. Pero también algunos de los yacimientos helenos más prodigiosos que llegan a superar incluso a muchos de los que se encuentran en la propia Grecia (Taormina, Catania, Naxos, Siracusa, Agrigento, Selinunte…) y un paisaje mediterráneo puro y poco alterado. Sicilia es para quien no teme al calor asfixiante.

Cerdeña, menos monumental y “arqueológica”, es más el territorio de mamás que amasan pasta fresca en sus cocinas y señores que discuten en las tabernas acerca de si el estado italiano les ignora, les menosprecia o bien les insulta. El sentimiento sardo está profundamente arraigado, aunque se permite lujos históricos, como la permanencia de la lengua catalana en núcleos de la costa noroccidental (Alghero). Caí por allí en busca de esos “compatriotas” tan exóticos y acabé descubriendo una isla de gente amable hasta el paroxismo, terrenos pelados y resecos que hablan de un expolio histórico de su rico patrimonio forestal y playas de aguas esmeraldas. En la segunda isla más grande del Mediterráneo, el pedaleo (mi medio de transporte era la bicicleta) se me atragantó a veces por el montañoso centro.

Apenas nada sabía de Chipre cuando llegué a ella rebotado de una apurada salida de Beirut. Descubrí una isla donde –pese a su conflictiva situación geopolítica– la gente goza su existencia. El sol estalla en cada piedra y proporciona a los vividores pequeños lujos infalibles: quesos de personalidad salina, higos que parecen mermelada, berenjenas que provocan el desmayo. Resumen perfecto de Grecia y Turquía, de Oriente y Occidente, en Chipre esperan iglesias bizantinas en los montes Trodos, castillos cruzados en Kyrenia y playas edénicas en Konno Bay.

Córcega es arisca y reservada, como sus habitantes. Si alguien cree que el carácter taimado que los corsos revelan en Astérix en Córcega es pura caricatura, que se acerque por esta isla, la cuarta en extensión del Mediterráneo, y comprobará que el retrato es bastante fiel. Cosas de vivir en una montaña plantada en el mar. Porque eso es Córcega, la isla más afilada, con su propia personalidad geológica. Prácticamente sus bosques de castaños cubren todo el interior, lo que proporciona una ganadería fecunda y una gastronomía sabrosa. El turista andarín llegará a Córcega atraído por su sendero GR-20, que cruza la espina dorsal montañosa, con más de 200 km de trazado y 10.000 de desnivel acumulado. Seguramente así descubrirá porqué los griegos –que no eran tontos– llamaron Kallisté (la más bella) a Córcega.

Creta es isla de excesos. Fue allí donde floreció la civilización minoica, cuyos restos más espectaculares son el palacio de Cnossos, el laberinto creado por Dédalo, según la leyenda. La cultura de Minos nos deja el icono mediterráneo por excelencia, el de Teseo, vencedor del Minotauro. Quienes deseen, por otra parte, enfrentarse a sus propios límites, tienen en las gargantas de Samaria el desfiladero más impresionante de todo el Mare Nostrum y patrimonio de la Humanidad.

Mallorca se cuela en nuestra lista de las seis mayores islas del Mediterráneo por una decisión arbitraria: dejamos de lado a la griega Eubea, tan sólo 15 km2 más grande, y procedemos a sumergirnos en los encantos de nuestra ínsula mediterránea mayor y más cercana. Olvídense de los centros turísticos del sur donde otros europeos se solazan con vino barato. Conozcan el canto de ángeles humanos como la escolanía del santuario de Lluc, caminen por montañas aromáticas como la Serra de Tramuntana (cinco jornadas la travesía integral) o aprendan a localizar los retiros rurales más hechizantes, como hicieran el escritor Robert Graves en Deià o el pianista Frederic Chopin en Valldemossa.

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