Txani Rodriguez habla “En primera persona”

Josean Morlesin

“Para escribir un libro esencial, el único libro verdadero, un gran escritor no tiene, en el sentido corriente, que inventarlo, porque ya existe en cada uno de nosotros, sino traducirlo. El deber y la tarea de un escritor son los de un traductor”, dijo Marcel Proust. Lo cierto que es toda vida es una gran historia. Ya lo apuntó Pérez Galdós en Fortunata y Jacinta: “Por doquiera el hombre va lleva consigo su novela”.

La narrativa autobiográfica fue explorada por Cervantes o Dante, con lo que estamos ante una pulsión que hunde sus raíces en el pasado. Muchas páginas sobre el “yo”, que han quedado en la historia de la literatura, ofrecen también una hoja de ruta para la compresión del alma humana. Es ineludible citar Memorias de ultratumba, de François-René de Chateaubriand; Autobiografía, de G.K. Chesterton; Memorias de África, de Isak Dinesen; Confesiones de un burgués, de Sándor MáraiMemorias de una joven formal, de Simone de Beauvoir; Adiós a todo eso, de Robert Graves, o  Quemar los días de James Salter.

Del mismo modo, son numerosos los diarios que han llamado la atención de los lectores. Citaremos Los Diarios de Ana Frank, el interesantísimo volumen Diarios, de Kafka o Diario de un escritor de Fiódor Dostoyevski. Si nos acercamos más a nuestras coordenadas, tenemos que citar los Diarios de Iñaki Uriarte, El salón de los pasos perdidos, de Andrés Trapiello –un colosal proyecto que el escritor leonés tiene en marcha hace años- o Eskarmentuaren paperak, de Anjel Lertxundi, aunque sea un libro que esté a medio camino entre el ensayo y la autobiografía.

El caso es que hasta hace unos años teníamos más o menos claro qué era ficción y qué, realidad. Sin embargo, de un tiempo a esta parte esa frontera se ha vuelto brumosa. En esos territorios, en los que algunos límites tradicionales de la narrativa se desdibujan, podemos ubicar títulos y autores muy significativos y reconocidos: Todas las almas, de Javier Marías, El mal de Montano, de Vila-Matas, o La tía Julia y el escribidor, de Mario Vargas Llosa. Se trata de novelas que laten al ritmo de la ficción pero en las que los autores tampoco juegan al despiste: en Como la sombra que se va, Antonio Muñoz Molina no oculta su nombre; tampoco lo hace Kirmen Uribe en Bilbao-New York-Bilbao.  La confusión, por tanto, entre la realidad y la ficción puede acrecentarse, pero ¿acaso tiene tanta importancia? No sabemos cuántas veces habrá respondido el gran Philip Roth a si lo que escribe es autobiográfico, en sentido estricto, o no. Lo importante es que el producto de la hibridación entre lo verdadero y lo ficticio permita a los escritores contar la historia que querían contar. Milena Busquets se pronuncia con claridad y estima que los escritores deben poner todo de sí mismos: “Todo. Puedes ocultarlo con más o menos capas. Para escribir hay que dar la cara, al igual que para vivir”, afirma. En la novela También esto pasará, Busquets recreaba la relación con su madre, la editora Esther Tusquets. La familia es, precisamente, uno de los asuntos que de forma más descarnada ha explorado la autoficción. Sirva como ejemplo Tiempo de vida, de Marcos Giralt Torrent o, incluso, el reciente Premio Euskadi de Literatura El comensal, firmado por Gabriela Ybarra.

De todas formas, la autoficción, lo mismo que la ficción, puede nutrirse de casi cualquier cosa: de una una separación amorosa Gonzalo Torné extrajo Divorcio en el Aire; de algunas experiencias personales y profesionales Juan Luis Zabala obtuvo el recomendable Txistu eta biok; y Alaine Agirre se basó en un capítulo de su intimidad para cimentar Odol Mamituak.

El éxito de esta “escritura del yo” es incontestable y no cesamos de añadir títulos importantes a esa efervescencia. Uno de los más destacables de estos últimos meses es Manual de mujeres de la limpieza, de Lucía Berlin. Esta escritora nacida en Alaska en 1936 se casó y se divorció varias veces y, aunque terminó siendo profesora, se empleó como telefonista, auxiliar de enfermería, administrativa y como mujer de la limpieza. Mientras hacía todo eso y crió a sus cuatro hijos, escribió y luchó por ganarle la batalla al alcoholismo, una adicción que también arrastraron su abuelo y su madre. La literatura, en fin, se abre paso con tozudez a través de los días, gracias a la vida e, incluso, a pesar de ella.

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