Adelanto de la novela “Manuela” de Inma Roiz

Inma RoizManuelaDomingo Narciso ocupaba un camastro estrecho y frío al lado de otros jóvenes y hombres que llenaban el suelo de aquel viejo buque español. La humedad, el intenso frío y la sensación de mareo le embriagaban el cuerpo desde hacía días. Se sentía débil y triste, y sólo el recuerdo de la casa de Zubiete le mantenía vivo en el umbral de la conciencia al que había llegado.

La lumbre encendida, el sabor de las castañas asadas, la voz de ama, la sonrisa de Manuela, la pequeña Manuela. Si se concentraba podía oír su llanto con claridad, y verla correr tras él por el puente, llamándole, gritando que no se fuera, que no la dejara, que se moriría de pena. Era entonces, con la imagen de esa cara tan querida, cuando un inquietante escalofrío recorría de punta a punta su columna vertebral, evitando que las lágrimas que se le agolpaban en la cuenca de los ojos resbalaran finalmente por sus mejillas.

Un hondo dolor por lo que amaba se manifestaba en la mirada de la pequeña de los Allende. En ella se reflejaba todo menos la resignación. Anhelaba la calma de conformarse a medida que se alejaba, cada día un tramo más, cada vez más lejos, y también más cerca, cada vez más confuso, más mareado y, quizá, hambriento. Su mente sabía jugar con los recuerdos, acercándole despacio, tanto que había aprendido a esperarlo, el susurro alegre de aquella risa de niña, sus manos temblorosas descubriendo las letras que él le enseñaba en largas tardes de abrigo, su porte altivo y elegante, sus torpes ademanes de chica grande. Todo el paisaje verde del valle en sus ojos, destellos de una luz intensa que no había vuelto a ver. Agua fresca, árboles, animales, y gentes conocidas y semejantes se dibujaban en su pensamiento con una nitidez desmedida, mientras aquel navío avanzaba contra corriente, luchando en su propósito frente al viento y las olas.

Se sentía mareado. Casi desde el principio de la travesía, desde que se le hizo consciente aquel mar de agua bajo los pies sustituyendo la serena y tan bien conocida tierra firme. Había otros muchos como él, incapaces de alzarse, de incorporar la cabeza si no era para expulsar una bilis amarga que sus cuerpos exhaustos fabricaban a un ritmo más lento del que deseaban. Fueron jornadas difíciles. Domingo vivió momentos de desesperación en los que llegó a pensar que no aguantaría. No soportaba el sudor frío sobre la piel, el viento cálido del sur que lo embadurnaba con su brisa salada, los gritos de los hombres del mar, el cacareo de las gallinas y otras aves coreando a ovejas y cabras, de día y de noche, sin más alimento que la sucia sopa que en ocasiones alguien le acercaba y él rechazaba con una nueva arcada.

Hacía tiempo que había dejado Gordejuela para emprender aquel largo viaje. La idea sobrevoló su imaginación juvenil en varias ocasiones, pero nunca creyó que los sueños se cumplirían. Por eso se sintió feliz cuando supo de aquella carta, un pliego escrito con elegancia, releído una y mil veces, que alteró de forma inesperada la sosegada vida de Zubiete.

Fue una noche clara y templada de diciembre, cuando María y Antonio, con sus hijos reunidos a la mesa, expusieron los próximos acontecimientos sin preámbulos ni adornos, asumiendo el hecho de que la noticia era de interés para todos los miembros de la casa: Domingo Narciso partirá en unas semanas hacia la Nueva España. Lo dijeron así, sin detenerse, en la voz del padre y el asentimiento de María. Y todos, sin excepción, se mostraron felices con la buena nueva, con aquel reclamo hecho por un pariente de Arracico, don Pedro de la Puente, para que Domingo Narciso acudiera a su servicio y ayuda en su casa y hacienda de San Miguel el Grande. En ningún momento dudaron de la disposición del hijo. Aquella era una oportunidad para él y para los Allende, una inversión a largo plazo, una garantía de éxito para quien emprendía viaje y también para los que se quedaban, padres y hermanos, conservando y acrecentando la sucesión del linaje.

Durante algo más de un mes la vida de la familia se convirtió en un sin fin de idas y venidas. Lo más urgente era formalizar los trámites necesarios para el embarque rumbo a aquella tierra lejana, todos los documentos que atestiguaban su limpieza de sangre, su hidalguía vizcaína y el requerimiento desde Indias. Todos ellos salvoconductos que le permitirían inscribirse en la Casa de Contratación y poder comprar un pasaje para el primer navío con destino a la Nueva España.

Se intensificaron los recados y las reuniones en casa de su tío y su abuelo, escribanos reales del valle, que se entregaron a la labor, tantas veces repetida con otros jóvenes del pueblo, de disponer lo necesario para que no hubiera ningún impedimento legal que quebrara las intenciones del joven Allende por tomar tierra en el otro lado del mundo.

Tuvo que partir solo. Aquel año no había nadie en el valle que emprendiera viaje, como en muchas otras ocasiones en que la aventura podía ser compartida rumbo a Cádiz. Domingo Narciso salió de Gordejuela por los senderos que se adentraban en el valle de Oquendo, cruzando las angostas tierras de Ayala hasta llegar a la ciudad de Orduña, y de ahí a los reinos de Castilla. Apenas barajaba más información que el nombre de algunas ciudades por las que debía transitar y la orientación, siempre hacia el sur.

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